Los silbidos sonaban a melancolía. El viento movía aquellos juncos que, después de tantos lustros, ya se encontraban como en casa, invadiendo su espacio. Esperaba al amo, inmóvil, distante y cercana al mismo tiempo. De vez en cuando, trataba de arrastrase por sí sola hacia el vaivén cristalino. El blanco de su piel escocía, roído y desteñido. Cuando un leve soplido de brisa atravesó una de sus incómodas grietas, la vetusta barca comprendió que jamás volvería a sentir el escalofrío que siempre le produjo tocar el agua.
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