Relatos

Cuento navideño

José Isidro López Fumero nos escribe este relato

José Isidro López Fumero
photo_camera José Isidro López Fumero

Se ha dejado atrás, afectos, nostalgias, deseos, placeres, estados soberbios; va buscando versos de un poema intenso, libre de impurezas; una poesía que él cree que está muy cerca del todo que tiene a su alcance. 

Acepta los cambios, los que va notando en su yo consciente mientras la hojarasca va sintiendo el paso de las estaciones. 

Camina muy lento, no quiere apurarse, intenta adaptarse, cambiar de postura; él solo pretende vivir lo acordado, cuidar su memoria, sentirse arropado por esa conducta a la que recurre para ver si puede recrear con ganas la profunda parte que posee el halo de lo imperceptible, de lo inmaterial; el poder del alma que siente y entiende que está protegida dentro de su ser.

Por el viejo puente de lo inexorable camina el gigante, con sus egoísmos, sus surrealismos y sus vanidades. Anda entre sus sueños interiorizados sin pensar que hoy, la naturaleza, con sus grandes cambios, puede convertir el su yo lejano de la cercanía, en algo inmediato, más humanizado, menos egoísta con las realidades que recalifican los encumbramientos del rumor del viento  que resopla al ritmo de sus armonías. 

Fábulas y alfombras que levitan leves sobre sus andares saben del esfuerzo del sentir humano, de sus moralejas; cuentos navideños penetran volando en sus pensamientos; pequeños avances de gran consistencia se van afianzando entre las costuras de su abrigo nuevo.

Versos y relatos de otras realidades inimaginables, pasan cabizbajos, desilusionados; hablan de la muerte con su estilo llano; hablan de tristeza con sus voces rotas y defenestradas; hablan de avaricias, odios, desamparos. 

Estos versos lloran mientras se confiesan, mientras se liberan, dolorosamente infravalorados, de las duras guerras y sus avatares.

Deja atrás el puente, deja las palabras recogidas dentro de sus algoritmos para que se entiendan solas entre ellas; nota las ausencias de sus aforismos mientras los recuerda; aunque sus deseos de manifestarse fuesen a montones, ya estaría lejos, lejos para siempre de su entendimiento, de su buena nueva.  

Echa mucho en falta el poder jugar con los soldaditos de su cascanueces, el lanzar los copos fríos de la nieve, en los arroyuelos; el volver al verde del lugar del tiempo al que pertenece, a ese no lugar donde ya no importa hacia donde ir con tan poca ropa cómo lleva puesta.

Piensa dirigirse a la magia blanca de la navidad donde se vislumbra -nítido el recuerdo- una noche entera bajo las lloviznas más acogedoras; toma por senderos donde van cayendo, de manera lenta, de forma latente, las pequeñas gotas de las grandes nieblas.

Pese a los temblores y al sentir profundo del helado invierno que le incapacita para andar ligero, no descansará; soñará despierto hasta que se encuentre bajo los escombros de su narrativa. 

Piensa recrear, sea como sea, la divina gracia de sentirse en Él, en el corazón que palpita dentro del desnudo ángel que lo protegió cuando deambulaba por la encrucijada de los desalientos. 

Trata de encontrar, como cada día que lo necesita, la porción de luz que le acompañaba en la soledad con la que dormía junto a su mantita las oscuras noches de los plenilunios. Intenta alejarse de los eufemismos, de las vanidades, de la hipocresía. 

Deja atrás los campos, el pasar del río; sigue los senderos de la incertidumbre, sube hasta las cimas, vuela a los abismos, cae en el vacío, traza con destreza surcos en la arena y entra con sus líneas por las callejuelas del brillante cielo. 

Toca en el portal donde está la luz de ese niño Dios que cambió su vida, su pequeña idea, su filosofía. Quiere regalarle todo lo que tiene, su mayor tesoro, su mejor abrigo; el que le protege del intenso frío mientras busca versos que se encuentran solos, solos y perdidos, en los universos meta celestiales de su poesía.