Tudela

¿Cuándo tuvo universidad Tudela? La Cátedra de Artes (Cuatrocientos años de su fundación. 1623-2023)

En julio se cumplen nada menos que cuatrocientos años desde que se fundara en Tudela la llamada Cátedra de Artes.

Iglesia convento de Dominicos
photo_camera Iglesia convento de Dominicos

En estos tiempos que Tudela ha recuperado el rango de ciudad universitaria y aspira a albergar nuevas facultades, puede ser oportuno volver la vista atrás y contemplar los siglos en que la capital de la Ribera tuvo estudios universitarios. Por otra parte, el hecho de que en julio se cumplan nada menos que cuatrocientos años desde que se fundara la llamada Cátedra de Artes, me anima a invitar al ayuntamiento tudelano a celebrarlo de alguna manera, junto al Centro de Estudios Merindad de Tudela y otros entes culturales de la ciudad. 

Una mujer decidida

Antes de entrar en cómo y cuándo se generó la idea de dotar de universidad a Tudela, debemos descubrir quien hizo posible tal proyecto. Fue una mujer nacida en 1547 –el mismo año que Cervantes– y perteneciente a dos linajes encumbrados de Navarra. Se llamaba Adriana de Egüés y Beaumont y, además del impulso personal, donó su vastísimo patrimonio para cubrir los costes de la empresa. A ella dediqué un amplio estudio biográfico en el número 25 de la Revista del Centro de Estudios Merindad de Tudela.

Adriana fue en su juventud musa del poeta Jerónimo de Arbolancha, quien le dedicó su libro: ‘Las Habidas’, y estuvo ligada al importante auge cultural que conoció la ciudad en la segunda mitad del siglo XVI. Por otra parte, y como si fuera un reflejo de esta ligazón, la casa donde vivía, situada en el Mercadal, estaba yuxtapuesta a la del humanista y astrónomo tudelano Francisco de Tornamira. Se casó con el también tudelano Hernando de Ciordia, personaje importante pues ocupó varias veces la alcaldía y también representó a la ciudad como diputado en las Cortes de Navarra celebradas entre 1583 y 1590. Falleció casi repentinamente en agosto de 1592 en Pamplona donde se hallaba para solucionar asuntos relacionados con el ayuntamiento tudelano. Contaba 48 años de edad y dejaba a Adriana, viuda y sin hijos. Precisamente, la carencia de descendencia directa, llevó a ambos a disponer que, a la muerte del último cónyuge, todos sus bienes se dedicasen al mecenazgo y obras de beneficencia. 

La Cátedra de Artes

Y así se cumplió. Adriana de Egüés, tras casi 30 años viudedad, en los cuales manejó, cuidó y engrosó la hacienda, falleció el diez de enero de 1621. En sus disposiciones testamentarias ordenó que a su muerte se fundase una Cátedra de Artes adscrita al convento de Dominicos de Tudela. Las Cátedras de Artes eran estudios universitarios que preparaban para el ingreso en las tres facultades que existían en la época: Medicina, Derecho y Teología. 

Hasta la aparición de mi artículo eran pocos los datos sobre el origen y funcionamiento de la cátedra tudelana. La fuente más valiosa, sin duda, es la escritura de fundación, guardada en el Archivo Municipal de Tudela, protocolizada ante el notario Pedro Ramírez de Arellano en 1623 y que especifica claramente diversos aspectos a través de numerosas cláusulas. Creada a 18 de julio de 1623, debía regirse por un patronato del que formaban parte familias linajudas relacionadas con la fundadora. Evidentemente, entre ellas estaban los Egüés, pero añadió otros apellidos ilustres como los Eza, o los Magallón, éstos últimos convertidos posteriormente en marqueses de San Adrián. 

La sede quiso ubicarla en el convento de frailes dominicos, fundado en 1517, en lo que fuera antigua morería, y cuya iglesia subsiste todavía como parte del actual colegio de Jesuitas. La cátedra la regentaba un miembro de la orden dominicana, al que se denominaba “lector”, y lo elegían los “patronos” entre una terna que presentaba anualmente el provincial de la Orden. La terna debía hacerse pública antes del 24 de junio, día de san Juan, y la elección definitiva en la primera quincena de agosto.

Desde el primer momento se intentó que el catedrático estuviese entre los mejores de la Orden y procuraron se sintiese a gusto en la ciudad. Para ello no escatimaron esfuerzos en el sueldo, materiales y biblioteca, a imitación de las más prestigiosas universidades. Así lo especifican:

 “…que el lector que hubiere de leer la dicha cátedra sea persona muy docta y experimentada como se requiere y lo pide una Fundación tan pingue y principal como esta… Los Priores darán a los lectores todas las cosas necesarias para viajes, libros, vestuarios y la remuneración acostumbrada y otras cosas, según se hace con los catedráticos de Salamanca, Alcalá y otros Colegios, alargándose todo lo que se pudiere para que vengan siempre lectores aventajados.” 

Por otra parte, tanto la duración de la carrera, como los meses del curso y horarios se acomodaban a los usos de la época. Eran tres los cursos. Se iniciaban el día de san Lucas (18 de octubre) y acababan por san Juan (24 de junio). Por la mañana el profesor explicaba una hora, de ocho a nueve en invierno y de siete a ocho en verano, mientras los estudiantes tomaban apuntes y los pasaban luego a limpio, lo que se llamaba “escribir la lección”. La tarde se dedicaba al repaso de lo tratado el día anterior.

Cada sábado se volvía sobre lo dado entre semana. No acababan aquí los repasos, sino que cada dos o tres meses se daba una visión general de lo estudiado. Es decir, en su lenguaje: “dar conclusiones generales”. En ningún momento se habla de exámenes. Y esta ausencia, que hoy llama la atención, era lo habitual en las universidades del Siglo de Oro, puesto que los cursos se superaban sólo con asistir a la cátedra. 

El profesor elegido por los patronos estaba condicionado por una serie de limitaciones, a fin de que dedicase todo su afán y esfuerzo a la cátedra. Por ejemplo, no podía predicar en Tudela, ni fuera de ella durante la cuaresma. Ni tampoco dar sermones particulares fuera de la ciudad en días lectivos. Es más, si perdía días de clase, no los cobraba. También Adriana se adelantó a posibles contratiempos, como el de apartar a los dominicos si no cumplían estrictamente las condiciones, y entregar la Cátedra a otro convento. Pero no a cualquiera de los que poblaban la ciudad, sino al de frailes franciscanos, el más antiguo, situado en el otro extremo de la ciudad, y que luego, tras la Desamortización, albergó el cuartel de sementales. 

Dotación y evolución de la Cátedra

¿De dónde salía el presupuesto? Desde el primer momento estuvo claro que se adjudicaban a ella todos los “bienes y hacienda” así como los réditos que producían varios censos, valorados en 4.300 ducados. Otra fuente de ingresos fueron las donaciones de particulares, alguna procedente de antiguos alumnos. Entre los más destacados hallamos al boticario tudelano Miguel Martínez de Leache (1615-1673) que está considerado por los estudiosos como el más grande de los farmacéuticos navarros y de los más importantes a nivel español. No obstante, sabemos muy poco de la gestión económica durante los siglos siguientes, por la poca documentación hallada. Parece que conforme se luyeron los censos, el dinero se invirtió en fincas e inmuebles, que administraba el convento y cuyo rendimiento sufragaba los gastos de la institución. Tampoco conocemos mucho acerca del devenir de esta Cátedra y sobre la influencia que ejerció en la vida cultural de la ciudad. Puede que en sus orígenes estuviese incorporada a la universidad de Salamanca hasta que en el siglo XVIII pasó a la de Huesca.

Seguía funcionando a principios del siglo XIX, pero los acontecimientos bélicos y la crisis del Antiguo Régimen acabaran con ella. Todavía en la década de 1830 proseguían sus enseñanzas y hemos encontrado tenues rastros de actividad. Así, en 1832 conocemos el nombre del lector elegido entre la terna; era el Padre Fray Domingo Corcuera. Por cierto, uno de los últimos patronos fue José María de Magallón (1763-1845), séptimo marqués de San Adrián, aquel que inmortalizó Goya y cuyo retrato se guarda en el Museo de Navarra. 

El final

La Cátedra, que unió su trayectoria al convento de dominicos que la acogía, tuvo idéntico final. La Desamortización, suprimió el convento, vació las aulas y apagó el rescoldo de cultura que aún mantenía. El viejo edificio pasó luego a propiedad del ayuntamiento que lo destinó a diversos usos. En 1845 estaba dedicado a hospital de niños y albergaba también la Casa de Misericordia. Luego, tras muchas vicisitudes desapareció casi por completo. Sólo se mantuvo la iglesia renacentista que forma parte hoy del colegio de Jesuitas. En ella fue inhumado el cuerpo de Adriana de Egüés y es posible que sus restos reposen todavía bajo las losas del templo.