Los mexicanos, ante la alerta epidémica

Ante la alarma epidemiológica por el nuevo virus de la influenza, el pueblo de México ha sacado a relucir el espíritu solidario que ha cultivado en otras ocasiones como el terremoto de 1985 o la crisis de 1994. Las imágenes de personas usando mascarillas –por cierto, algo no tan ajeno para nosotros en épocas de contingencia medioambiental– responden a eso. No es miedo, es sentido de pertenencia al colectivo. Más allá, la reacción de los mexicanos ha estado más cerca del escepticismo que de la alarma. Para la mayor parte, las condiciones emanadas de la emergencia sanitaria palidecen ante la precariedad del día a día, ante la cotidianeidad de salir hacia delante. Su escepticismo es pragmático. El miedo es más propio de las clases acomodadas, que ven en el virus a su peor fantasma: la inseguridad.

Tanto el miedo como el escepticismo también han sido alimentados por la torpe gestión de las cifras por parte de la Secretaría de Salud, que pasó de reportar 176 muertes sospechosas causadas por el virus el 29 de abril, a 26 muertes confirmadas el 4 de mayo. A pesar de esta reducción, la mortalidad es elevada en comparación con otros países, lo que hizo temer inicialmente una epidemia de peores consecuencias.

Hay varias hipótesis que lo explican. Una simple es que el número de casos de contagio confirmados subestima ampliamente el número real, pero que el virus no ha sido más violento en el país. Otra considera que el brote del nuevo virus sorprendió a México en mayor medida que a otros países, que tuvieron más tiempo para prepararse. Una última hipótesis hace referencia a las deficiencias en el sistema de salud mexicano.

En realidad, la historia revolucionaria (e institucionalista) dotó a México con un sistema de salud público avanzado en relación a su desarrollo económico. A pesar de las políticas neoliberales de los últimos 25 años, esto sigue siendo cierto en la actualidad. Por otro lado, para los pocos que se lo pueden permitir, México cuenta con hospitales privados de altísimo nivel, comparables a los de Europa o Estados Unidos. El problema radica más bien en las dificultades de acceso de buena parte de la población a este sistema provocadas por la gran desigualdad económica, social y cultural.