Opinión

Mi vocación al sacerdocio truncada

Desde niño tuve la ilusión de ser sacerdote cuando fuera mayor. Adornaba un altar con una mesita de noche abandonada, la rescataba y así, evitar que mis padres la convirtieran en leña para calentar la estufa, la cubría con un una sábana blanca vieja y a punto de convertirse en trapo de fregar, que hacía de mantel. Me vestía de alba con una bata blanca igualmente encontrada en el baúl de los recuerdos y algunos adornitos para parecerme a un sacerdote de verdad. Imitaba los rezos y la "eucaristía" con migas de pan y sirviendo el moscatel a modo de vino de celebrar. Lo hacía con mucha frecuencia para hacerles reír a mis padres y demás familia.

La vocación aparecía algo engañosa, todo sucedía como un envoltorio llamado orden sacerdotal, el sacramento católico. Durante la adolescencia el deseo escondido de pasar por el seminario cobraba fuerza y con una fe a volantas.

Les contaba a las monjas del colegio que estudiaba anteriormente que quería ser sacerdote, pusieron cara de asombro, aturdimiento y entonces hicieron una reunión con el padre Alfredo. El diálogo parecía algo forzado y aturdido. No daban muestras de conformidad sino de confusión y rechazo aunque todo se había disimulado perfectamente para no perder la compostura ante mí. Mi entusiasmo empezó a apagarse poco a poco tras intentar hacerme un interrogatorio propio de la inquisición. El miedo empezó a corroerme por la espina dorsal, aunque seguía estar preparado para el asalto frente a la avalancha de lo desconocido.

La idea de proteccionismo del cielo siempre ha sido lo mejor para este chico raro, más hogareño que de calle. La calle era alérgica. Todos me eran “desconocidos”, tenía un temperamento de trato esquivo y difícil. Me había forjado un soñador que intentaba construir un futuro surrealista y en las nubes. No conseguía levantar la base, ni cimentar los pensamientos más realistas.

Muchas dudas, malas espinas en el ánimo fluctuante. La cabellera cambiaba de vez en cuando como las veletas al soplar el cierzo noroeste. El color chispeante de la sotana era una austeridad para evitar comprar ropa de campero semejante a las mujeres que llevan el burka, el puritanismo radical. La ilusión de llegar a ser sacerdote se me hizo trizas. Parecía que las cosas se iban a enderezar, pero las presiones de todo tipo me llevaron a una profunda depresión. Veía el futuro de lo que no era, y además pintaba de color negro.

Y además, la confusión, los sufrimientos y las informaciones recibidas del Seminario habían sido erróneas. Los planes catequéticos habían estado frescos, pero al abandonar el Seminario había destruido toda huella como cartas de recomendaciones, de apercibimiento, y correspondencia entre los formadores y yo. La mayor parte de los apuntes los tiré a la basura por serme molestos y absurdos. Eran los primeros indicios de mi tendencia hacia el abandono, parecía un ejército en retirada forzando la tierra quemada.

Me extrañaron y sentía vergüenza por no y continuar el último escalón hacia el sacerdocio que nunca conseguí a pesar de los esfuerzos numantinos.

En mi corazón me había escrito una nota de "emergencia" diciéndome que abandonase de una vez el Seminario, no merecía la pena seguir con las dudas y esperar a que se aclarase si mi vocación seguía en curso o no. Así fue la verdad, lo abandone como un "desaparecido en combate espiritual". La lucha interna había sido intensa, pero la divina providencia me obligó a aligerar la carga: Abandonarlo ahora o nunca mientras mi vocación se estaba tambaleando.

Padecía tantas noches oscuras del alma, la decisión de ser sacerdote era de dos sentidos opuestos, la dificultad de mantener las relaciones personales con mis compañeros y la atracción de una nueva vida comunitaria. De esa forma los proyectos emanados de la comunidad seminarística no pude llevarlos a cabo durante mucho tiempo. Siempre aparecieron planes para concretar ideas religiosas, pero el pánico a las equivocaciones me frenaba el avance y la claridad en mi mente tan confusa a modo de revoltigrama cultural.

Los sueños se sucedían. Hubo muchas dudas sobre a quién contarle sobre ser sacerdote. La dependencia de mi madre hacía difícil conquistar mi libertad espiritual, además sin trabajo dificultaba aún más la autonomía personal. Mis padres creyeron mejor que siguiera estudiando, un plan orquestado para evitar la emancipación temprana, pues ya habían oído demasiadas historias de como sacudir la dependencia paterna.

Los renglones torcidos de Dios me llevaron a la curiosidad y al mismo tiempo sentía que me daba mala espina entrar en el Seminario. De ahí, ya perdí el curso de los acontecimientos que me habían cegado por las continuas angustias hasta olvidarlo y enterrarlo con el paso de los años como si fuera una joya enterrada, y el viento arrastrara la tierra fina hasta la completa sepultura a tantos metros de profundidad.

Aunque muchos me aconsejaron que para llegar a ser sacerdote tenía pinta de roca. Dureza, flexibilidad y resiliencia que al principio me pareció ser una roca frente al mar, pero todo cayó en desgracia tras levantar la losa de mi corazón que estaba escondido como Adán y Eva frente a Dios.

Cuando mi madre estaba enferma, hablaba y le preguntaba si le parecía bien llegar a ser cura de almas, me lanzó tanto sermoneo sobre las bondades como comida, trabajo estable, fin de la soledad y muchas más. Yo absorto parecía como pan recién sacado del horno. Sin embargo, al mismo tiempo sentía la presión del rechazo, prefería pasarme de largo y aceptar el plan divino errado.

Me invadían pensamientos y sentimientos contrarios. Aceptación y repulsión eran fieles compañeros tras la falsa revelación de ser sacerdote. El espejismo empezó en una catequesis abordando el tema de cual sería mi futura profesión. Nacía allí el germen de la vocación que parecía todo oro lo que relucía. Un misterio insondable. Nunca supe el porqué de tal anomalía, pues parecía una luz misteriosa llamada “la vocación”.

En mi interior había algo que me estaba oscureciendo, el ser sacerdote se asemejaba a conquistar el poder dentro de la Iglesia, especialmente en la Parroquia. Era algo semejante al imperialismo, sacerdote-emperador de los fieles. Me implantaba una nueva forma de vida equivocada en los monólogos, se fraguaba como peleando contra Dios que jugaba conmigo al criquet, y me vencía la mayor parte de las veces. Y seguía jugando, eran mis juegos preferidos de nunca acabar.

No estaba preparado para la evangelización, mi timidez era abrumadora y buscaba lo más cómodo, catequizar a los duros de corazón. Nada, todos mis esfuerzos se dirigiieron a proyectar alguna propaganda para abaratar mi esfuerzo. A ese proyecto lo denominé PUBLICATE (Publicidad en la Catequésis). Ni siquiera gustaron a los formadores, porque era demasiado superficial. Me limité a hacer el trabajo más burocrático que de pastor. Podía llamarse la oficina pastoral o burocracia pastoral. Un buen oficinista asombra a muchos, pero después cae en el olvido. Dios no penetró en los corazones de los catequizados. Vana era la palabrería conseguida.

La oficina me atraía más que el esfuerzo evangelizador. Pues mi preparación espiritual y humana eran casi nulas. No había ningún plan factible para mí. Me preguntaba qué hubiera sucedido si abandonaría el seminario mucho antes de quedarme un poco más tiempo. El ímpetu de dejar el seminario cuanto antes era más fuerte. Pero al mismo tiempo me entraba la idea de que necesitaba seguir un poco más hasta agotar todo el proceso.

Seguían pasando los años sin novedad en el frente, los rezos eran aburridos y casi sin sustancia. Prefería el estilo laico profundo. Parecía que la fe se tambaleaba para otros usos.

El primer año la petición para ordenarme diacono, fue rechazada por el párroco y me dijo que estaba a la expectativa. Y la petición fue aplazada para probarme si había que mejorar algunos puntos oscuros de mi vocación. Pero, el segundo año, el definitivo me dijo que no me veía claro en mi vocación ni tenía iniciativa.

Todo se desplomo y llego la idea hacia la búsqueda de un trabajo secular. No había marcha atrás, todo ya estaba tejido para el fracaso rotundo.

El ultimo día en el Seminario fue como una despedida sin que ellos se dieran cuenta, porque el padre espiritual me aconsejó no decirle nada a nadie. Celebrábamos, sin que nadie lo supiera, la llamada “mi última cena en el Seminario”, todo bello y con bastante alcohol, como evasión del fracaso rotundo. No había nada planificado, me esperaba el paro, pues sabía que encontrar trabajo sería un calvario. Peor que el abandono de la vocación.

Tras el abandono del Seminario formaron parte de mis inquietudes e interminables monólogos sin fin.

Recordando el pasado con pena, me surgieron sucesivas imágenes de nostalgia que parecían infinitas. Pesadillas relacionadas con el fracaso. De ahí se me paso por la cabeza publicar un e-book (autoedición) en la plataforma de Amazon. Ese libro digital se tituló 'Yo, el ex-seminarista'.