Opinión

Nombres

En nuestra tradición judeocristiana, poner el nombre ha ido unido a experiencias religiosas, a la adquisición de un nuevo sentido de la vida y de una identidad nueva. Así, Yahvé cambió el nombre a aquél con el que hizo la alianza y le puso otro (“Abrahán”) relacionado con el nuevo sentido e identidad de su vida: ser fiel a la alianza y padre de multitudes. Y Jesús cambió a Simón su nombre por el de “Pedro”, que indicaba el nuevo sentido de su vida, su nueva identidad: ser la roca que había de sostener el “edificio” de los discípulos de Jesús. Por lo mismo, quien es elegido Papa cambia su nombre. Y el Apocalipsis dice que a los bienaventurados se les (¿nos?) dará, “una piedrecita blanca sobre la que irá grabado un nombre nuevo”, naturalmente acorde a su nueva identidad.

Cuando la sociedad navarra era cristiana, solían ponerse los nombres siguiendo estos criterios. Ya el ponerlos en el bautismo llevaba consigo la adquisición de la identidad de discípulo de Jesús, y se ponía el nombre de un santo para situar al bautizado bajo su protección y para que su vida lo tuviera como modelo y su sentido fuera la santidad. Unas veces el santo era el patrón, otras el santo del día, otras uno al que los padres admiraban, para lo mismo. Otras veces el nombre escogido era el de un familiar para que el nuevo ser se le pareciera y reprodujera algo de su identidad. En sentido contrario, en Auschwitz, se grababa a los presos un número para quitarles la identidad humana y tratarlos como ganado. En nuestro mundo ateo que cree que la vida es fruto de fuerzas ciegas y no existe para algo (no tiene sentido, finalidad), se suelen poner nombres que, como los de las mascotas, no tienen que ver con el sentido de la vida (no lo tiene) ni con la identidad. Lo que importa es que suene bien o esté de moda. Expresan en el fondo la falta de sentido de la vida. Sería también coherente en estos casos poner como nombre un número, algo que identifique pero no tenga sentido. O también una palabra que reflejase algún rasgo esencial en la identidad del sujeto. Por ejemplo, en el caso de Pedro Sánchez, “ambición patológica, o “mentiras”. O en el de Chivite, “sin escrúpulos” o “sin palabra”.

Caso curioso es el del nacionalismo vasco, que en su origen fue, incoherentemente, muy cristiano (todos hermanos, pero ellos de raza superior), pero hoy contribuye con sus políticas a la construcción de una sociedad atea, y cuanto más radical es, más es un neopaganismo con sus ídolos o seudodivinidades (primero la raza, después el pueblo, la lengua, la tierra ...). Navarra y el País Vasco fueron tierras muy religiosas, pero donde el nacionalismo crece, el catolicismo decrece, y desde Sabino ha habido afición enorme a inventarse nombres y a cambiar el nombre de los conversos, que suelen rebautizarse y pasar, de llamarse “Luis”, a llamarse “Koldo” etcétera. Con frecuencia con un “Pérez”, un “Ruiz” o un “Martínez” detrás que chirría. Dan un poco de lástima, pues van por la vida proclamando un deseo frustrado: “me gustaría ser vasco (con el nombre) pero realmente soy castellano (con el apellido)”. Aquí también, fruto de una experiencia seudorreligiosa de conversión, se produce un intento de cambio de identidad, de misión, de sentido en la vida.

Por otra parte, el neopaganismo abertzale recuerda más al islam que al cristianismo del que proviene, en cuanto que éste nació y creció no solo sin utilizar la violencia sino padeciéndola en persecuciones y martirios. Aquél, liderado por su fundador Mahoma, se extendió y se impuso a sangre y fuego. Es sabido lo hecho por ETA y sus cofrades para extender e imponer su neopaganismo abertzale en el País Vasco y en Navarra.