Opinión

Mamá, yo quiero un perro

Hace años, poca gente de ciudad tenía perro. Hoy muchísimos tienen uno o varios. Tener perro es una necesidad superflua y un gasto innecesario, algo típico de sociedades opulentas, consumistas, gregarias, en las que necesitamos tener lo que otros tienen, hacer lo que otros hacen. El perro es el juguete de moda que se nos ofrece-impone y que nos lleva a vivir un sucedáneo de vida. 

En el pasado se tenían perros para cuidar el ganado, para cazar, por necesidad. Hoy el perro es animal de compañía. Si nuestros padres o abuelos no necesitaron perros para sentirse acompañados y nosotros sí, es que nuestra vida es más solitaria, más pobre en relaciones humanas, porque la compañía o el “amor” de un animal es un sustituto pobre, un sucedáneo de la verdadera compañía o del verdadero  amor, el de una persona. La perromoda es otro síntoma del autoengaño generalizado en el que vivimos. 

Tener  perro ayuda a sentir menos la soledad, el aburrimiento, el vacío; a tener algo que hacer, una “obligación”, algo por lo que vivir; una justificación para salir de casa. Nos permite juntarnos con otros dueños para hablar de perros (“pues el mío es de bueno...”) como los padres hablan de sus hijos en la parada del autobús escolar ... Gracias al perro, la vida adquiere una apariencia de sentido.  

Los niños tienen ositos y muñecos a los que humanizan  jugando con ellos a papás y a mamás, hablándoles, abrazándolos. Los perros son los sustitutos de esos ositos y muñecos en los adultos infantilizados. Jugamos con ellos también a papás y a mamás, los humanizamos, les hablamos, les reñimos etc. En parte también nos rebajamos a su nivel, nos aperreamos. Otra vez un sucedáneo de la verdadera conversación y del verdadero trato entre iguales, un autoengaño.  

Un perro  se parece algo a un niño de uno o dos años: acompaña, reconoce, muestra cariño, entiende algo de lo que le decimos aunque no hable, obedece  etc. Nos posibilita  jugar a papás y a mamás con él, vivir un sucedáneo de paternidad. Cuando el niño es pequeño, los padres dicen a veces “me gustaría que no creciera”. Algo así es el perro, un sustituto de hijo que permanece siempre en ese nivel de entre los uno y dos años, sin crecer, ni hacerse independiente ni criticarnos, sin rechazarnos ni abandonarnos; siempre necesitado de nuestro cuidado y afecto, siempre  dependiente de nosotros, sus seudopadres. Nuestro egocentrismo parece así satisfecho. Su dependencia, obediencia y sumisión totales nos permiten sentirnos obedecidos, necesarios, adorados, seudodioses. 

Humanizamos también a las mascotas cuando les otorgamos derechos. Al mismo  tiempo deshumanizamos a los niños humanos en proceso de formación cuando convertimos en un derecho el matarlos en el seno materno. Y así como los niños se ocupan solo de lo que tienen delante, de lo que ven y oyen, e ignoran lo que no ven, del mismo modo la sociedad infantilizada no se ocupa del holocausto del aborto porque se le oculta para que no piense en él.  

Datos publicados dicen que en España hay 9,3 millones de perros, y niños menores de 15 años 6,7 millones. Tener muchos perrros y pocos hijos es propio de una sociedad desnortada, decadente, sin futuro por deméritos propios. Como los niños, vivimos en el presente, en lo inmediato, sin preocuparnos  por el futuro, en una pandemia de infantilismo, de inconsciencia, de inmediatismo que nos lleva hacia un envejecimiento social insostenible, hacia un suicidio social eutanásico. Ya se sabe que los dioses ciegan a los que quieren perder. Por cierto, Sánchez y Feijóo tienen perro. No hay esperanza.