Opinión

Religión, Nación y Estado

En el intenso debate que vive España sobre su organización territorial, el factor clave está en el papel de la nación (o nacionalidad, reyno, etc.) en la configuración del Estado.

Si en el Antiguo Régimen la religión fue fundamental para asegurar la cohesión social y proporcionar al poder una garantía de lealtad o sumisión, a partir de la democratización fue la nación la que heredó el papel de religión política, de forma más intensa o prolongada en los países de tradición católica (nacionalcatolicismo español, italiano, irlandés, vasco, etc.), donde costó más que se iniciara la secularización. Por eso surgió la "democracia cristiana" y ahora el "nacionalismo democrático", que sólo pueden ser fases de transición hacia la "democracia" a secas.

Tanto la religión como la nación proporcionan a la gente un sentido de identidad y pertenencia que facilita la homogeneidad sociocultural, soporte inicial de los Estados modernos. Pero su tradicional maridaje con el poder desembocó en el fundamentalismo religioso primero y nacionalista después, con su pretensión de legitimar, a nivel externo, la superioridad o diferencia sobre el vecino y, a nivel interno, el predominio de "los nuestros" sobre "los otros", a los que se achaca el origen de los males sociales. Según su grado de radicalidad, ha derivado en políticas de homogeneización (a veces llamada "normalización"), exclusión, expulsión o eliminación de los que viven y piensan diferente.

Sin embargo, la posibilidad de convivir pacíficamente, aunque seamos diferentes, requiere de instituciones políticas que reconozcan la pluralidad y defiendan la libertad. Eso supone la separación entre Estado y Religión, en gran medida ya conseguida, pero también la separación entre Estado y Nación, proceso todavía incipiente.

Una democracia avanzada sólo es posible en un Estado laico, que permita y proteja el derecho a creer en dioses o naciones, pero que no se identifique con unos ni con otras. Aceptando su pluralidad interna, todo Estado o Comunidad Autónoma debe centrarse en garantizar los derechos humanos y promover el bienestar de sus ciudadanos, no en discutir sobre quién llegó antes ni quién tiene más derechos. Las identidades, que son complejas y cambiantes (todos somos producto de algún mestizaje), pertenecen al ámbito privado y sociocultural, no al político.

Si queremos acabar con las disputas y exclusiones étnicas, tan frecuentes en la historia de España (contra moros, judíos, separatistas, españolistas, inmigrantes) sólo tenemos un camino: promover valores cívicos e instituciones laicas. Frente al enfoque nacionalista o identitario, que siempre tenderá a homogeneizar y segregar, la misión de todo Estado o Comunidad Autónoma es garantizar la pluralidad y promover la inclusión. El futuro de la convivencia humana depende de que haya cada vez menos Nación y más Estado, a ser posible federal (España) y de tamaño creciente (Europa).