Opinión

Osama y Obama

El común de los mortales entiende fácilmente aquello de que ninguna persona de bien puede congratularse por la muerte de un ser humano. Y lo curioso del caso es que eso no ocurre cuando esa muerte, al margen de lo corporal, es intelectual.



No sé porqué, será casualidad, pero que la misma semana en que el Supremo ha ninguneado a esas personas de ideas retorcidas haya salido el presidente negro todo complaciente para dar la gran noticia de que sus servicios secretos habían asesinado a un terrorista, da qué pensar.



Más allá de las ideologías, más allá de algunos hechos e incluso por encima de las acciones, deberían estar las personas. Y lo triste del caso es que en ningún momento se piensa en ellas cuando colectivamente aplaudimos o reprobamos una acción, un gesto o una medida. No pensamos en el ser humano que la ha provocado, inducido o en quien se va a aplicar. Sólo vemos el gesto.



Nos preocupa más el color y la bandera. Nos interesa profundamente el qué saco, el qué me cuesta y el qué me dan. Pero olvidar la base, es decir, a las personas, no puede llevarnos por buen camino.



Así, entendido de esta simple forma, da pena ver a un flamante Obama hablando de la muerte de ese tal Osama. Y lo mismo ocurre cuando se admite públicamente que no se dejará pensar como piensa a determinadas personas. No quiero entrar en más profundidades que las propias de nuestro ser.



Todo esto recuerda cada vez más a la parábola esa achacada erróneamente al famoso Bertolt Brecht y que, simplemente, forma parte del poema de Martin Niemöller: ¡Ya no quedaba nadie que dijera nada!



¡Chula potra la nuestra!