Opinión

La EXPO o vender el aire

Reconozco de antemano mi escaso interés por las parafernalias populosas, los partidos de la selección, los desfiles, las procesiones y todo tipo de panes y circos modernos que nos venden por doquier como si en ellos nos fuera la vida.

Reniego de permitir que me traten como un borrego o de asistir con indiferencia a injusticias camufladas de glamour o marcha cívica, de modo que el sábado, que visité la EXPO de Zaragoza por aquello de la cercanía, me vine para casa absolutamente decepcionado a pesar de observar con ánimo e interés semejante montaje.

Prescindí de la de Sevilla porque estaba lejos y hacía calor, y atendiendo una invitación me acerqué a la Maña para descubrir una exposición sobre el líquido elemento en el que cada pabellón y cada comunidad o país te vende su moto, y en la que la protagonista, el agua, brilla por la ausencia de fuentes y sale a 1’50 el botellín en los garitos del recinto, en los que, para colmo de males, hay que padecer colas inmensas para abastecerse.

Además, la masa indolente, que es en lo que nos convertimos cuando dejamos que nos llenen la cabeza de catecismo doctrinario oculto bajo el palio de lo guay, soportaba estoicamente colas de horas para acceder a unos pabellones en los que el espectáculo se combina a la perfección con esbozos catetos de supuesta sensibilidad ambiental y reflexión hipócrita del clásico “quienes somos y hacia dónde vamos”.