Opinión

In Vino Veritas

Da repelús salir de casa estos días de cenas, comidas y celebraciones pantagruélicas colectivas, en los que todo está adulteradamente lleno, con un extraño ambiente, y plagado de caras nuevas, desconocidas, poco comunes. Frescas por un lado, pero ajenas. Absolutamente distantes.

Vas a potear un rato por ahí, con la sana intención repetida de cambiar de aires, hacer vida social y saber de la vida de amigos y conocidos, y te encuentras los locales a rebosar de gentes que, como dicen que es Navidad, sin costumbre, hábito y a veces ni gana, salen de casa y de la empresa con sus huestes, en plan manada, como Atila salió con los Hunos arrasándolo todo. Sólo por el placer de que paga la empresa, o por el gusto -dicen- de compartir con los compañeros de fatigas laborales un tiempo de ocio, juerga, y disfrute sereno y ajeno.

Y claro, como no tienen costumbre de eso que se da en llamar socializar -alternar en ribero- acaban calientes en el poteo, rusientes en la sobremesa, y pesados hasta “jartar” en los restos de una jornada que se torna, sin remisión, en uno de esos compromisos tan ineludibles y prescindibles como una boda o un bautizo.

Y como comulgamos con todo sin rechistar, después de ignorar a los demás 364 días al año -y sus noches que canta Sabina-, hacemos de esas gregarias escapadas de moda denominadas “Cenas de Empresa” un elemento de alto riesgo. Porque la candidez absurda que nos lleva a ellas es ajena a la realidad: los excesos del vino hacen que algunas verdades tergiversen el supuesto disfrute. Y líos, amoríos, reproches y cuernos condenan la velada.