Opinión

El santo Patrono

En un país conquistado, como lo fue Navarra, hasta los santos son campo de batalla. Sea nuestro Francisco Xabier; o Íñigo de Loiola patrono de Vascongadas; o Miguel Garikoitz patrono de Iparralde; o Miguel de Aralar patrono de Vasconia, todos arrastran tras de sí la polémica identitaria. Fui consciente de ello desde muy joven, cuando el tres de diciembre me levantaba a cantar la aurora de San Francisco. Era aurora singular, con ritmo de zortziko y letra preconstitucional: Amanece el solemne día, que llena este Reyno de gozo y placer...

Reyno sí, pero de Navarra. Porque Francisco de Jaso y Azpilkueta, nunca nació español y esa realidad no la van a poder ocultar todos los millones presupuestados y todas las publicaciones que están apareciendo con motivo del V Aniversario. Nació en 1506, en un Estado europeo libre y soberano, y vivió su infancia viendo a su familia luchar desesperadamente por mantener la independencia de Navarra frente a los españoles. Tenía seis años cuando presenció la conquista. Los años siguientes su familia vivió entre rebeliones, castigos, persecuciones y humillaciones. Vio desmochar las torres de su casa natal por orden de Cisneros. Tras la derrota definitiva de los navarros en 1521, sus tercos hermanos todavía se hicieron fuertes en el castillo de Amaiur y, caído éste, en el de Fuenterrabía, por lo que fueron declarados “culpables de alta traición”; ocho miembros de la familia fueron condenados a muerte. Toda esta juventud azarosa parece que le empujó a seguir pasos diferentes a los de sus familiares. En 1525 abandonó una familia y una patria humillada y ya no regresó jamás. El que será luego Apóstol de las Indias no fue pues, nunca español, ni podía tener muchas ganas de serlo, visto lo visto. De hecho, los franceses también reclaman su nacionalidad, dado que la casa solar de su padre estaba en Jaxu, hoy bajo dominio francés. El título del reciente libro del historiador Aitor Pescador nos lo resume: Francisco de Xavier. Nacimiento de un mito, muerte de una nación. En esta batalla por la identidad, algunos niegan al Santo hasta lo elemental. ¿Por qué ese empeño en llamarlo Javier en lugar de Xabier si era así como él mismo firmaba? ¿Por qué poner en duda que era euskaldun si él mismo lo declaró repetidamente? ¿Por qué esa sospechosa insistencia en una españolidad que él nunca reivindicó? Él mismo se inscribió en París como Cantaber, que a la sazón valía por euskalduna, y él mismo se quejaba de los problemas con los indígenas que no le entendían, “ni yo a ellos, por ser su lengua natural malavar y la mía vizcaína”, según escribió. Y no sería ajeno a su condición de vasco y políglota sus formas renovadoras de evangelizar, propugnando las vocaciones indígenas y la traducción de la Catequesis y textos bíblicos a las lenguas vernáculas, algo que creó escuela en muchos misioneros vascos hasta la actualidad.

Así es esta tierra de perdices mareadas: en lugar de orientar las pesquisas, como hizo Voltaire, a indagar los inauditos milagros del santo y su increíble velocidad para bautizar a tantos, y de tan distantes lugares, se ponen a cuestionar la leche y la lengua que mamó. Total, como lo hacen con dinero público…