Opinión

Aromas primerizos

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¿Llevas bien sujetas las llaves? ¿Has cogido suficiente dinero?". Mamá, la abuela o el abuelo siempre venían con la misma cantinela. La eterna revisión, pero cariñosa y necesaria. Ellos eran previsores y algunos  de nosotros quizás un poco inconscientes. La experiencia primeriza de unas fiestas en su esplendor no se olvida, como los preliminares en la puerta de casa realizando el chequeo pertinente. Es algo que no se borra de nuestro particular disco duro.

Recuerdo que meterse en el barullo de la Plaza Nueva significaba prácticamente entrar en la Cuarta Dimensión. El camino hacia la marabunta siempre se hacía acompañado. Íbamos en grupo. La cuadrilla. La hermandad del chupinazo. En mitad de ese viaje iniciático, los recuerdos que con más viveza brotan son  los aromas primerizos.

Surgían a cada paso. Como olores destacados, me quedo con dos. Opuestos pero ligados. El yin y el yan del olfato. Uno era el del humo, el que salía de las bajeras y locales. Humo blanquecino enriquecido por la fuerza de las brasas y su fiesta de txistorra, costillas y panceta. Siempre que me entraba por la nariz, maldecía el que nos hubiésemos metido entre pecho y espalda aquellos huevos aceitosos con jamón salado como el agua de una playa saturada. Entonces decía: "Cuando seamos más mayores, ya 'montaremos' nuestros 'almuercicos' en nuestro local".

Seguíamos con la ruta. Tras el estallido, el éxtasis y el Nirvana, el turno era para el desenfreno que llevábamos metido en el cuerpo gracias al impulso del cohete y la energía de la plaza. Jamás me había importado tan poco recibir codazos, empujones, pisotones e improperios. Si alguien te manchaba, la consigna salía sola: "¡No pasa nada, estamos en fiestas!". Un abrazo y a correr.

Al rato, apremiaba el hambre y, después de llenar el buche, había que ir a casa a tomar la ducha reglamentaria. Era entonces cuando el segundo aroma primerizo se presentaba en sociedad. El de esa agua de manguera arrinconada bajo los cantos de las aceras, fusionada con el vino, el azafrán, el cava y los licores que apenas horas antes volaban hacia el cielo, los rostros y las cabelleras del personal. Un olor nada agradable, siendo sinceros, pero igual de mágico que el de los almuerzos particulares y cocinados a fuego y con mucho amor y mimo.

Años más tarde, ahora, pasada la veintena y con la treintena al acecho, podría parecer que todos esos matices los ha desterrado el tiempo. Qué suerte estar tan equivocado. Puede que me molesten los codazos y que todavía no nos "montemos" esos 'almuercicos', pero puedo asegurar que no hay nada como salir a la calle y toparse con los aromas primerizos. Y entonces comprender que sí, que ya es 24 de julio.

Felices fiestas, amigos.

Mikel Arilla

Periodista y tudelano