Cuando hablamos de Don Vicente Ilzarbe es inevitable que sintamos más su ausencia que su presencia pero, dada la persona, dado el lugar en que nos encontramos, podemos concitarlo haciéndonos eco de la palabra de Cristo donde, por medio de Mateo 18:20, nos dice: “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Son muy apropiados los ‘ejercicios de memoria’ como este al que estamos citados hoy pues colocan a las personas en el lugar que les corresponde y evita que otros, de manera oportunista, se apropien – o nos apropiemos, mejor dicho‐, de ideas y realizaciones ajenas. En el caso concreto que nos ocupa ni se trata de hacer una ‘laudatio’, ni el panegírico de su trayectoria pues en nada elevarían los honores que por mérito propio corresponden a quien supo mantenere en la línea de tensión vital que exigió en cada momento su papel, principalmente el de cura comprometido, el hombre de religión y, últimamente, el de conductor de un proyecto intelectual de largo alcance.
Mi intervención va a ser breve y sobre todo quiero abrir una reflexión desde la actitud de Vicente Ilzarbe al frente de este pryecto intelectual a que me refería: el ordenar en esta Casa del Deán, los archivos eclesiásticos y el Museo de Tudela, tanto al amparo, como a pesar de todas las circunstancias que concurrieron en su puesta en marcha y desarrollo posterior.
Ni voy a citar las circunstancias favorables ni enumerar las dificultades pues desde mi punto de vista sería ofrecer una visiónsubjetiva. Algo que tampoco es negativo necesariamente.
Cultura y religión son dos conceptos paralelos y antagónicos, que confluyeron en la misión humana de Vicente Ilzarbe.
Paralelos en cuanto que ambos son dos poderes espirituales que persiguen el desarrollo anímico, moral, de la persona. Aquella, la cultura, se encarga de cultivar la sensibilidad y los aspectos más sutiles de la percepción mientras que esta, la religión, reafirma la trascendencia de todo ser humano.
Ambos están guiados por un sentido moral que les es común.
Y sin embargo la cultura es enteramente humana, creación nuestra, ajustada a los límites del conocimiento y la razón, aunque su misión sea ensancharlos.
La religión, por el contrario, tiende un puente hacia lo metafísico, literalmente a lo que se encuentra “más allá de lo físico”, estratos vedados a la razón, zonas aéreas donde prima lo intangible y cuyo tránsito requiere una afirmación inefable y una reflexión inaudita, es decir, íntima. Personal.
Este es el punto donde ambos conceptos entran en conflicto.
No es ahora momento ni lugar de enumerar la retahíla que los beneficiosos efectos de ambos poderes engendran en el alma humana. Ortega ya tomó partido hace más de 100 años, en una conferencia pronunciada en Bilbao: “La cultura es socialmente más fecunda que la religión, decía. Y todo lo que la religión puede dar lo da la cultura más enérgicamente”.
De cuanto conocí a Vicente Ilzarbe puedo decir que en ambas aguas nadó con naturalidad y ligereza insospechadas. Porque nunca actuó desde el fundamentalismo radical sino desde la armonización, uno de los principios de la naturaleza, dando prueba de una inteligencia poco común. Contrariamente a Ortega, e intuyo que solo contrariamente en esta ocasión, adoptó la religión como forma fecunda y enérgica de vida, sin soslayar el compromiso político y social que en los momentos más delicados, requirió su feligresía.
Nunca se permitió el pecado de la vanidad o el engreimiento, puerta de entrada al resto de pecados capitales, principalmente a la envidia, el más extendido y terrible, cultivando por el contrario la humildad y la sencillez como modo de vida, a pesar de su recia formación intelectual. Por esto la ‘campechanía’ que muchos le atribuyeron con calculada maldad, era solo un prejuicio de estos maledicentes, a quienes no tardaremos en ver con la lengua cortada por las decenas de cuchillas de la Rueda Ígnea, tragando serpientes o engullendo paladas de excrementos, como tan gráficamente nos muestran las dovelas de las arquivoltas de la Puerta del Juicio.
Este es uno de los contrastes más sorprendentes de Vicente Ilzarbe: amante del trato directo, natural, sin las dobleces del disimulo, y poco afín al pensamiento abstracto, le sobró espíritu práctico para poner en marcha con éxito el proyecto de esta Casa y trabajar con demostrada eficacia en los achivos eclesiásticos de Tudela, como han puesto de relieve quienes han hablado previamente, en particular en lo referido a la investigación musical. No dejó publicaciones porque no las necesitaba quien no buscó el reconocimiento académico. Pero hizo lo más difícil: ordenar y desbrozar el camino a quienes van viniendo por detrás. Lo más difícil, lo más ingrato y lo menos reconocido… y aquí nos queda el fruto de su generosidad.
La cultura me llevó a su lado y las dudas que al principio pudo mostrarme fueron sustituidas de inmediato por un afecto y colabración sin titubeos, dejando que completara con mi aportación el primordial y espléndido trabajo de Julio Segura en el Museo de Tudela, en el que cada uno de nosotros tres pusimos el acento en uno de los tres adjetivos que caracterizan este museo: religioso, comarcal y dinámico. Como en el Misterio de la Santísima Trinidad: tres conceptos distintos en un solo Museo verdadero.
Quiero terminar, ligeramente si se puede, recordando su oronda figura de presbítero antiguo, canónigo beneficiado, en sintonía con D. Sebastián Sotés de tan grato recuerdo. Clérigos que su solo porte justificaba el sonoro título de Dom, con eme, propio de religiosos con jerarquía y saber, aunque no fuera cartujo ni benedictino que son los que usan privativamente el referido título. Título que cuadra perfectamente con su más acabada imagen: esa foto en que su presencia talar se recorta contra la soledad de la Sacristía de la Catedral de Tudela. Trasunto gráfico de la situación de soledad en que en tantas ocasiones se encuentra el hombre… y el hombre de religión.
Este es el Vicente Ilzarbe que conocí y sentí, al que profesé respeto y del que guardo cariñoso e inolvidable recuerdo.
Manuel Motilva Albericio