Opinión

Nuestros campos, nuestro futuro

Uno de los impactos más llamativos de la gran acumulación de información y ruido es la rapidez con la que olvidamos todo. Para tener opinión de un asunto que nos ocupa y preocupa es imprescindible informarse desde focos diferentes, escuchar medios variados y hablar con personas que no piensan como nosotros. Sin embargo, no es eso lo que ocurre: nos quedamos con los titulares y con algo tan sencillo como “eso está bien” o “eso está mal”. Eso lo saben todos los que desean captar nuestra atención, desde el artilugio que llevamos en el bolsillo y nos acompaña a todos los lugares hasta el político que desea nuestros votos o el vendedor que anhela nuestra compra. Por eso se usan mensajes emocionales y simplistas sin profundidad alguna.

 Así, asuntos de gran interés han desaparecido de los medios. Pensemos en las reivindicaciones de los trabajadores del sector primario, en especial los agricultores y ganaderos. Estos casos siempre tienen tres fases. En primer lugar: “tienen razón, debemos apoyarles. Sus reivindicaciones son justas”. En segundo lugar, “estoy de acuerdo con ellos. Ahora bien, que no me molesten”. En tercer lugar, el asunto pasa a las páginas interiores de los medios y termina en el olvido. Sólo hay dos maneras de que el tema vuelva a ocupar titulares: o hay movilizaciones o los precios vuelven a dispararse. Por todas estas razones es el momento de analizar con serenidad, objetividad y datos la situación del sector. Comenzamos con cuatro ejemplos relevantes.

Según la COAG (coordinadora de organizaciones agrícolas y ganaderas) los grandes fondos y corporaciones ya tienen el 45% del valor final de la producción agraria. Según el departamento de agricultura de Estados Unidos, Europa va a perder para el año 2030 el 20% de su producción. Tenemos que 77 de las 200 familias más ricas de España se han recibido 275 millones de euros en fondos europeos mediante 285 sociedades de su propiedad. De 705 eurodiputados tan sólo 3 se dedican al sector primario. Parece que unos pocos se están quedando con un mucho.

¿Cómo puede funcionar un mercado de manera eficiente? Hay un consenso claro: mediante las condiciones de competencia perfecta. Eso supone que existan muchos consumidores y productores, el bien sea homogéneo, exista información perfecta, todos los agentes sean precio aceptantes y que no existan costes de transacción. Es un escenario en el que todos, consumidores y productores, salen ganando. Además, si alguien logra diferenciarse en términos de poder ofrecer un bien o servicio de más calidad será recompensado con más beneficios. No sólo eso; el resto de competidores se esforzará para poder mejorar.

No es eso lo que ocurre en el mercado primario. El pequeño productor cada vez lo tiene más difícil. Además, en demasiadas ocasiones se opera en condiciones de monopsonio. Es un concepto poco conocido en el ámbito de la economía, y sin embargo, es imprescindible abordarlo. 

Todos sabemos que un monopolio es un mercado formado por una única empresa. En consecuencia, tiene la capacidad de fijar precios que por supuesto, le darán un amplio beneficio. Las instituciones que nos gobiernan limitan su existencia para evitar abusos. Eso está muy bien. Vamos al monopsonio: es un mercado en el que muchos productores tienen un solo cliente. Ahora las cosas cambian, el empresario pierde fuerza. En este caso el dicho popular es cierto: “el cliente siempre tiene razón”. El caso estándar se da en agricultores y ganaderos que venden a un único centro comercial, quedándose así con un poder de negociación ridículo. ¿Cómo se está regulando este monopsonio? No hay respuesta.

No se puede definir un bien como homogéneo si productos que vienen de otros países se producen con otras condiciones. Eso es lo que exige, con justicia, la denominada “cláusula espejo”: igualdad para todos. No puede ser es que el pago de la PAC (política agraria común) sirva para compensar una disfunción del mercado consentida por las autoridades. A todo ello se le añade una regulación excesiva (cuadernos digitales, papeleos, fitosanitarios, transgénicos) que limita la competitividad de nuestros productos. Entonces, ¿a dónde nos lleva todo esto?

Al premio limón. Los grandes fondos de inversión han llevado el cultivo de este cítrico a una crisis de precios: sobran 400 millones de kilos. Los pequeños productores denuncian la especulación, ya que el exceso de oferta se aprovecha para uso industrial (30%), exportaciones a otros países (60%: Canadá, Estados Unidos, África) y el resto para consumo nacional. El agricultor cobra por kilogramo 0,13 euros mientras que el precio de venta es de 1,89 euros. Es un diferencial del 1354%. La medalla de plata es para la naranja con un diferencial del 720%. El bronce, para la lechuga: un 505%. De continuar así, todo el sector corre serio peligro.

Nuestros campos son nuestras raíces. Son parte de nuestra identidad. Si los abandonamos, nos quedamos sin pasado y sin futuro. 

¿Es eso lo que queremos?