Opinión

Hay que desvincular la salud pública de la coacción

Con gran parte de la población española vacunada, y un parón en los casos de Covid, tenemos una excelente oportunidad de contemplar serenamente los eventos de los últimos 19 meses y repensar nuestra respuesta pública cara a futuros brotes de Covid-19 y futuras pandemias. 

Frente a esta pandemia, tanto España como muchos otros países, ha empleado una batería de medidas altamente disruptivas, como cierres de negocios, el uso obligatorio de mascarillas en la calle, y toques de queda, pero la mayoría de estas medidas no han sido avaladas por evidencias científicas convincentes.

En vez de perjudicar los intereses y derechos básicos de personas sanas, podíamos haber dedicado nuestros esfuerzos y recursos al desarrollo de mejores tratamientos de Covid-19 (sí, existen tratamientos muy prometedores, según eminentes expertos médicos); a la mejora de nuestros servicios hospitalarios; y a la promoción de una dieta y estilo de vida más saludable.  

La promoción de salud pública se entendía antes de 2020 como una colaboración voluntaria entre personas interesadas. Pero a partir de marzo 2020, la salud pública se comenzó a vincular estrechamente con la coacción y vigilancia policial de la población.

No es difícil pensar en ejemplos de este giro hacia la coacción y vigilancia: basta pensar en la orden a todos los ciudadanos de quedarse encerrados en sus casas salvo para fines “esenciales”; en la obligación universal de llevar la mascarilla en prácticamente todas las circunstancias; en el cierre forzoso de todos los bares y restaurantes y la minuciosa regulación gubernamental de sus actividades; en los toques de queda; en el cierre de fronteras entre comunidades; o en la prohibición de reuniones entre no convivientes. 

Uno de los aspectos más cuestionables de este giro hacia la coacción ha sido el intento por varias comunidades autónomas de imponer pases sanitarios para excluir a los no vacunados de lugares públicos como restaurantes y bares. Varios tribunales han rechazado tales medidas al representar un ataque inconstitucional a los derechos básicos del ciudadano.

Algunos opinan que una emergencia pública como la del coronavirus puede justificar agresivas intervenciones coactivas en cualquier sector de la sociedad para reducir los contagios y salvar vidas.  

Respondería a esta postura con las siguientes observaciones:

Primero, ni la Organización Mundial de Salud, ni las autoridades nacionales de salud, contemplaban en sus planes pandémicos un confinamiento indiscriminado y forzoso de la población. 

Segundo, no es ningún accidente que el primer gobierno que haya aplicado una estrategia altamente coactiva para parar la pandemia fue el gobierno chino, controlado por el Partido Comunista Chino, que no es conocido precisamente por su respeto por los derechos de sus ciudadanos. 

Tercero, este nivel de interferencia coactiva en la vida cotidiana de toda una población ha sido un enorme experimento social, sin precedentes históricos. Nunca estaba claro que una intervención tan indiscriminada y coercitiva iba a funcionar para parar un virus tan esquivo como SARS-CoV-2. 

Cuarto, las evidencias disponibles sugieren que este giro hacia la coacción ha sido ineficaz y desastroso para la sociedad. 

Los países que han impuesto las medidas más severas e intrusivas (mascarillas obligatorias para adultos y niños; cierre forzoso del sector hostelero, toques de queda, restricciones draconianas de la vida social, etc.) generalmente no han logrado menores niveles de muerte y hospitalización a medio y largo plazo. Por ejemplo, un país como Suecia, que nunca ha impuesto ningún confinamiento ni exigido el uso generalizado de mascarillas, ha salido de la pandemia con bastante menos exceso de muerte que países como Gran Bretaña, España, Francia, Bélgica, e Italia, que han impuesto confinamientos severos y prolongados a sus poblaciones. 

También es importante observar que en muchas ocasiones, el levantamiento de medidas, tanto en España como en Gran Bretaña, Dinamarca, y otras partes del mundo, no ha generado olas descontroladas de contagios y hospitalizaciones, ni antes ni después de las campañas de vacunación, por una simple razón: el curso de este virus depende principalmente de factores ajenos a la coacción, como la estacionalidad, los niveles de salud e inmunidad presente en la población (ya sea por inmunidad natural o por vacunación), y la calidad de los tratamientos médicos disponibles.

Por otro lado, los daños humanos, sanitarios, y económicos de los confinamientos y demás medidas agresivas contra el Covid-19 se sentirán durante décadas. Entre otros: el no tratamiento de enfermedades peligrosas como cáncer; el colapso de empresas pequeña y medianas; empeoramientos en la salud mental de mucha gente; el déficit educativo de muchos niños; y la corrosión de derechos básicos como el derecho de movilidad y la libertad de asociación.

Se asume con cierta frecuencia que cualquier progreso en la guerra contra Covid puede justificar cualquier medio elegible. Pero la reducción de los males de Covid-19 no es el único fin ni el único valor que importa. Se tiene que equilibrar con muchos otros fines no menos importantes, entre otros: el cuidado de otras dimensiones de la salud física y mental; la defensa de derechos y libertades fundamentales; y el desarrollo económico, del cuál depende también la calidad de los servicios sanitarios. 

Ojalá este invierno las autoridades tanto autonómicas como nacionales de España reflexionen bien sobre los fracasos de la coacción, y se dediquen a promover mejoras tangibles en nuestros servicios sanitarios, en vez de imponer medidas desesperadas y científicamente arbitrarias de coacción y vigilancia policial.