Opinión

El culto a las reglas es la muerte de la libertad y el nacimiento del totalitarismo

Una parte importante del mundo ya ha aceptado que el Covid-19 es parte del ciclo normal de gripes y resfriados y, como tal, ya no debe tratarse como una amenaza especial. Suecia, Irlanda, Dinamarca, los Países Bajos, Noruega, Polonia y la República Checa han eliminado por completo los requisitos de las pruebas fronterizas. Un número creciente de países también ha eliminado los requisitos de uso de mascarillas.

Sin embargo, siempre habrá gobiernos que se resistan, como España, Austria y Francia, que, por la razón que sea, en aceptar la realidad de que las pruebas en las fronteras, la vacunación obligatoria contra el covid o la imposición de mascarillas “a raja tabla” en supermercados, restaurantes y tiendas, son medidas totalmente inapropiadas, ineficaces y desproporcionadas para promover la salud pública.

Actualmente, si no ha recibido una de las vacunas Covid aprobadas, el gobierno español aún requiere que se someta a una prueba de Covid-19, que correría a su cargo, para entrar al país, como descubrí recientemente cuando volví a España desde Irlanda. Esencialmente, esto es equivalente a exigir a los viajeros que se sometan a una prueba de gripe o resfriado común.

El centro de pruebas de Dublín estaba casi desierto. Le comenté a la señora que administraba la prueba que se trataba de un ejercicio inútil que no tenía ningún sentido. Ella tendía a la misma opinión. Remarcó que desde su perspectiva, el Covid-19 es equivalente a una gripe común, y debe ser tratado como tal. Al menos era honesta.

Caminé por el aeropuerto de Dublín con mi esposa. Apenas una mascarilla a la vista, aunque periódicamente se anunciaba una "recomendación" de llevar mascarilla por el sistema de megafonía.

Luego, cuando cruzamos un límite mágico entre el aeropuerto y el avión, se nos indicó que el uso de mascarilla era obligatorio al abordar el vuelo a España. Resultó que, después de dar vueltas alrededor de las puertas sin mascarilla con todos los pasajeros de nuestro vuelo y cualquier otra persona que estuviera de paso, de repente se nos pidió que nos pusiéramos un trozo de tela sobre la cara al abordar el vuelo.

Luego, cuando se sirvió la comida, los pasajeros se quitaron los trozos de tela nuevamente, con mucho gusto. Nada más desembarcar en el aeropuerto de Madrid, apenas había una mascarilla a la vista. Aparentemente, las autoridades de aviación nos quieren hacer creer que se deriva algún beneficio para la salud pública si los pasajeros se cubren la cara en un vuelo entre dos países cuyas poblaciones socializan libremente en todos los lugares imaginables sin mascarillas.

Dado que llevábamos unos dos años afrontando reglas absurdas a diario, probablemente a muchos de los pasajeros no les pareció gran cosa ponerse el trozo de tela durante unas horas. Pero para mí, fue un amargo recordatorio de las humillaciones innecesarias, los inconvenientes y la angustia que los ciudadanos sufren a diario cuando a aquellos que tienen la responsabilidad de servir al bien común se les permite echar la prudencia y el buen sentido a la basura. 

Usar una mascarilla sin un beneficio claro para nadie fue solo el último de innumerables ejercicios inútiles en los que los ciudadanos habían sido reclutados coercitivamente desde que la pandemia se anunció oficialmente por primera vez a principios de 2020.

Nos habían ordenado quedarnos en casa, nos habían regañado por alejarnos más de 2 kilómetros de nuestras casas, nos habían prohibido dar un paseo por la playa, nos habían instruido no acoger a familiares o amigos en buena salud, nos habían impedido de acompañar a nuestro cónyuge durante el parto, nos habían prohibido ver a nuestros seres queridos en sus lechos de muerte, y nos habían obligado a mostrar pases de vacunas en bares y restaurantes para certificar haber recibido una vacuna que ni siquiera bloqueaba la transmisión del virus.

Y ahora, para colmar la inutilidad de esas medidas disruptivas, las autoridades sanitarias españolas han decidido seguir haciendo pruebas a algunos ciudadanos en la frontera española por el equivalente a un resfriado común, porque no tomarán una vacuna que es claramente ineficaz para prevenir la transmisión de Covid-19. Plus ça change.

Enseñar a los ciudadanos a cumplir con reglas estúpidas, ya sea para ser políticamente correctos o para evitar meterse en problemas, es esencialmente una lección de servidumbre. Adorar ciegamente las reglas es la antítesis misma de la ciudadanía responsable, independientemente de cuán elegantes o `respetables´ sean las credenciales de los legisladores.

Esta es una lección que deberíamos haber aprendido de la fea historia de los regímenes totalitarios, donde las reglas más absurdas, despóticas y perversas fueron ciegamente aceptadas por los ciudadanos, ya sea porque sus facultades críticas fueron embotadas por la propaganda incesante, o porque las reglas fueron creadas, después de todo, por autoridades "respetables".

Para entender el riesgo civilizatorio que corremos al inculcar la conformidad acrítica con las reglas, podríamos recordar el infame testimonio de Otto Adolf Eichmann, como se relata en Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal de Hannah Arendt. Cuando se le preguntó cómo se atrevía a cooperar en el asesinato de los judíos, Eichmann simplemente respondió que estaba cumpliendo con su deber como ciudadano alemán, y que todo lo que hacía era legal.

Parece ser que tenemos la memoria muy corta.