Opinión

La generación de la posguerra

Los que no vivimos la guerra civil y nacimos en los cinco o diez años posteriores a su terminación hemos sido una generación marcada por intensos cambios tanto a nivel político, como religiosos y humanos. Hemos sido una generación de transición: fuimos educados en unas estrictas y puritanas reglas morales, en unas verdades religiosas incuestionables y en unas ideas políticas de verdades absolutas; luego en nuestra evolución posterior tuvimos que recomponer cuando no que destruir todo el andamiaje con que nos habían formado para, en el mejor de los casos, construir otro que nos sirviera con lo de traumático que todo este proceso conlleva, cuando no quedando mucho tiempo a la deriva.

Todo cambio supone un trauma psicológico que hay que superar, pero cuando este cambio nace de una insatisfacción interior motivada porque los ejes de sustentación vivenciales, no sirven, el trauma es mucho mayor porque a la sensación de haber sido engañado se une la falta de apoyos por los que vivir y por los que luchar, hasta que se consiguen crear otros nuevos en el caso de que así sea; habrá facetas, y jirones que quedaran por el camino y que nunca llegaran a recomponerse.

Nuestros padres casi todos hicieron la guerra en un bando o en otro y en general los que nacimos de los que no tuvieron problemas de exilio ni de clandestinidad, habían pertenecido al bando nacional donde habían luchado de forma más o menos entusiasta. En los años posteriores unos se sentían vencedores y se comportaban con la arrogancia de tales, sabiéndose en posesión de un poder que creían haberse ganado. Otros trataban de olvidar a toda costa los años pasados y de reintegrarse a la vida civil. Los críticos con el régimen o estaban en la clandestinidad o se cuidaban mucho de hablar en público y casi ni en privado de sus ideas. Fue una página trágica de nuestra historia que había que olvidar lo más rápidamente posible. Había otros que habían perdido familiares en el frente para los que el olvido era doloroso y nada fácil. Por último, había no pocos que habían perdido familiares directos fusilados en las cunetas de las carreteras o en las tapias de los cementerios para los que el olvido era casi imposible.

Las mujeres habían vivido las mismas sensaciones, pero en la retaguardia con menos implicación política que los hombres, pero sufriendo por padres hermanos y familiares en el frente y con las mismas sensaciones de dolor y de rencores.

Estos iban a ser nuestros padres, hombres y mujeres que les había tocado vivir un momento histórico muy traumático que de alguna forma se iba a reflejar en nosotros como hijos. A todos les había tocado vivir una situación límite unos en las trincheras y otros en las retaguardias y como toda situación límite les había puesto a prueba y les había marcado para siempre. Muchos al menos en su fuero interno sabían si eran héroes, cobardes o culpables y esta vivencia no la iban a olvidar en toda su vida. De alguna forma todos íbamos a participar de aquella experiencia que iba a conformar nuestra forma de ser, pues mi generación vivimos nuestra infancia en los años posteriores a la guerra cuando las actitudes estaban todavía vigentes y las heridas abiertas.

Aprendimos a vivir silencios y cuchicheos en torno a determinados temas que no entendíamos, a adivinar tragedias o noticias preocupantes mirando a las caras de nuestros padres cuando daban en la radio las noticias en el parte de las dos y media, a tenerle miedo a la autoridad representada en los uniformes y sobre todo a la guardia civil, a mirar con recelo a determinadas personas que según decían de forma muy queda habían ejecutado a gente en la carretera, a comer pan negro, a las cartillas de racionamiento a tomar leche aguada.

A los muchachos nos inculcaron que había que ser muy machos, no había que llorar, todo lo que sonase a sensibilidad sonaba a mariconería; a muchos padres no les importaba que sus hijos bebiesen alcohol o fumasen pues era un signo de hombría, lo mismo que el irse de putas o ser mujeriego. Las mujeres sin embargo debían de ser pías, a poder ser “hijas de María”, vírgenes hasta el matrimonio, aunque fuesen imbéciles en otros aspectos de su personalidad, a poder ser sin experiencias sentimentales previas y lo más sumisas al servicio del hombre.

Esto fue lo que conformó nuestras primeras experiencias infantiles, lo que formó nuestro andamiaje psicológico. Luego vino la reacción individual a todo aquello, el oír radio España Independiente o radio París de noche con muchas interferencias, pero nos enterábamos de otro mundo que a nosotros nos estaba vedado; las primeras reuniones clandestinas para conspirar, las primeras manifestaciones en la universidad y en general un proceso de concienciación que no hubiéramos tenido sin nuestro pasado histórico.

Nuestra generación tuvo como circunstancias positivas el que fuimos educados en la exigencia y en el esfuerzo, necesario para cualquier empresa que se pretenda; tanto los que nos dedicamos a estudiar como los que lo hicieron a trabajar sabíamos que había que hacerlo con ahínco. Estábamos deseando independizarnos de nuestros padres, tener nuestra autonomía y nuestra libertad.

Como reacción al sistema político que vivimos, creímos en unos ideales que, a veces, antepusimos a los materiales, aunque posteriormente nos hayan decepcionado, no los ideales en sí, sino las personas que se han erigido en portadoras; eso nos ha llevado a ser mucho más realistas e incluso escépticos.

Fue una educación poco humana, rígida, extremista, totalitaria; la forma de enjuiciar las cosas, bueno-malo, blanco-negro, poder-sumisión nos marcó tal vez para siempre y nos hizo ver la vida desde perspectivas extremas: virtud-pecado, triunfo-fracaso, belleza-fealdad, juventud-vejez. La educación religiosa llena de pecados e hipocresías, tan poco humana, tan poco social; la Iglesia estaba con los ricos y con los poderosos; era más grave un pensamiento lujurioso que el ser insolidario o injusto con los semejantes. Por estos planteamientos aprendidos en la niñez muchos nos pasamos la adolescencia, la juventud y, tal vez gran parte de la vida, luchando con y contra nuestras fantasías, con nuestras limitaciones, en definitiva, intentando desmontar el andamiaje psicológico que nos habían montado en la niñez y en la adolescencia.

Todos somos hijos del momento histórico que nos ha tocado vivir, todos tienen sus pros y sus contras, en cada época dominan más unos u otros. Nuestra generación ha sido de transición, educados en unos valores decadentes que tuvimos que superar y sustituir por otros que han resultado más utópicos que reales. Tal vez de tanto poner todo en tela de juicio nos hemos quedado sin mecanismos de sustentación y, vivir, hay que vivir por algo sean utopías éticas, intelectuales, políticas, religiosas, o incluso poder o cosas materiales; no se puede vivir sin un norte. Aunque el norte para aportar algo en nuestro paso por la vida, es intentar hacer este mundo un poco mejor, más humano y más justo, sobre todo en el momento de crisis de valores que nos está tocando vivir, fundamentalmente auspiciados por quienes ostentan el poder.