Opinión

El tabaquismo y el ejemplo de los políticos

Durante la Transición del franquismo a la democracia, se produjeron debates trascendentes en el Congreso de los Diputados y en los medios de comunicación de masas. Un programa de televisión muy representativo de aquella época fue La Clave, debate donde la mayor parte de los políticos y periodistas se había encendido un cigarro y donde se creaba una atmósfera totalmente cargada de humo. De hecho, el tabaquismo aquejaba a la mayor parte de los principales líderes políticos. Una foto mítica de la Transición fue la de Adolfo Suárez y Felipe González encendiéndose un pitillo antes de sentarse a acordar. Santiago Carrillo no abandonaba el cigarrillo ni cuando salía a la tribuna de oradores. De este modo, fumar tabaco estaba bien visto socialmente, puesto que la propia televisión pública se dedicaba a normalizar ese hábito tan pernicioso. Por supuesto, el tabaquismo estaba inserto en la cultura y de aquella época surgieron películas en las que resulta difícil distinguir la silueta de los actores y actrices por la niebla que formaba el humo del tabaco. En la década de los 80, siguiendo esta misma línea, se llegaron a normalizar hábitos como el consumo de tóxicos estupefacientes, constituyendo drogas como la cocaína distintivos del éxito profesional y social, y el de hachís como símbolo de la libertad de pensamiento. En los medios de comunicación públicos, se producían debates en horario de máxima audiencia entre partidarios y detractores del consumo de drogas, exponiendo en cada caso sus argumentaciones con total libertad. Como consecuencia, la juventud entró en unas dinámicas muy perjudiciales de consumos de drogas, que destruyeron a lo que se vino a denominar como la primera generación perdida de la democracia. Cuando el porcentaje de drogadictos llegó a representar un problema social, sanitario y económico, se procedió al lanzamiento de campañas en contra del consumo de tóxicos, incluido el tabaco. 

En la actualidad, el tabaco prácticamente ha desaparecido del cine y de la televisión y, por supuesto, de los debates en el Congreso de los Diputados y en los Parlamentos autonómicos. Sin embargo, según los últimos informes conocidos, el porcentaje de fumadores se está incrementando. Habrá que valorar cuáles son las causas de este fracaso de las políticas sanitarias preventivas y entre ellas una es, a todas luces, el mal ejemplo que ofrecen algunas personalidades de la política y la cultura. En este sentido, es extraordinariamente frecuente encontrarnos por la calle con políticos fumando y bebiendo a cualquier hora y adoptando actitudes de total pasotismo en bares de todos los estilos, también en aquellos donde se permite el consumo y el tráfico de estupefacientes, haciendo la vista gorda o participando directamente de esa dinámica. Hemos llegado a presenciar a parlamentarios siendo arrastrados por los amigos tras haber perdido la consciencia en una borrachera. Y hemos constatado cómo esas altas personalidades mantienen relaciones estrechas con individuos relacionados con el tráfico y consumo de drogas duras, como la heroína y la cocaína. 

¿De qué sirve que las autoridades sanitarias lancen campañas en contra del consumo de tóxicos si después la gente observa que los perfiles más exitosos campan por los bares y por las calles consumiendo todo lo que les da la gana? ¿Qué imagen desean transmitir algunos políticos? ¿la de malos chicos y malas chicas? ¿Tal vez así, luego, se hacen perdonar sus corruptelas por sus compañeros de farras cuando ya han conseguido todo lo que la política era capaz de ofrecerles personalmente y los demás no les importamos? El consumo de drogas suele llevar aparejada una deficiencia del carácter moral. Se puede comprender que quien tiene problemas psicológicos caiga en el mundo de las drogas, pero cuando esos hábitos aparecen en profesionales a los que la vida les sonríe, inevitablemente tenemos que pensar que la corrupción se halla muy cerca, aunque no se hayan desvelado todavía las prebendas conseguidas de forma ilícita. Se habla frecuentemente de la ejemplaridad. ¿Por qué no se incluye en este valor estimable que los políticos y las personas influyentes sean capaces de adoptar hábitos saludables y no se enfanguen en las drogas, el alcohol y el tabaco? Sería el mejor ejemplo.