Opinión

El corazón de cada candidato

Las ideologías pasan a un segundo plano cuando hablamos de las personas porque lo importante realmente a la hora de votar debería ser el corazón de cada uno de los candidatos. Ninguna de las ideologías existentes (socialismo, populismo, neoliberalismo, etcétera) abarca completamente, ni parcialmente tan siquiera, los anhelos sociales ni del individuo. Ninguna de las ideologías puede contentar a todos los grupos y estratos sociales e, incluso, podríamos decir que en épocas y situaciones diferentes una ideología u otra puede ser preferible, es decir, que dependiendo del contexto y del devenir histórico sería más conveniente aplicar unas políticas u otras. Hay quien ha llegado a demostrar que en el caso de un país totalmente empobrecido a causa de la guerra, por ejemplo, una dictadura del proletariado sería lo más conveniente para salir juntos como sociedad del atolladero y garantizar unos mínimos sociales de reparto de trabajo y bienes. Sin embargo, cuando ese mismo país alcanza cierto grado de desarrollo, esa dictadura se convertiría inmediatamente en opresora de la mayoría social, no solo por coartar los derechos civiles y humanos de los individuos, sino porque también abortaría el progreso económico, el desarrollo industrial y tecnológico y, en definitiva, el bienestar de las personas y de los grupos sociales. 

Por lo tanto, podemos afirmar que el corazón del candidato debería ser el factor más importante a la hora de decidir emitir el voto en un sentido u otro, ya que ninguna ideología muestra una moral ni una ética perfectas, ni aplica remedios para todos los problemas económicos o de empleo. Lo principal no es que pertenezca a un partido o a otro, ni que sea de izquierdas o de derechas, sino que sea honrado, inteligente, honesto, sincero, que tenga buena voluntad, un deseo inquebrantable de pasar a la historia como una personalidad benigna y bienhechora, que muestre cierto desapego por los bienes materiales, es decir, que su propósito único no sea el enriquecimiento egoísta ni, por supuesto, la detentación corrupta del poder, sino que busque el bienestar de la ciudadanía y el respeto de las personas e instituciones que guardan como un tesoro la palabra santa que nos fue revelada y que ampara la moral judeo-cristiana. El papa Francisco afirma que es mejor un ateo que busca la verdad o que posee buena voluntad (por ejemplo la firmeza en el cumplimiento de la Ley) que un hipócrita cínico que acude a misa todos los domingos, pero que luego oprime a sus asalariados. También es verdad que un hombre de Estado auténtico será aquel que, situado en la cúspide del poder, siente sobre sí y sobre sus actos la responsabilidad de la mirada escrutadora de Dios, que le pedirá cuentas de sus intenciones y de sus actos, pero que, si se lo solicita, le otorgará su ayuda providencial para llevar a cabo una buena gobernanza. 

Realmente, lo que importa es que el candidato sea un político de altura, no su ideología. Esto sé que a muchos les parece erróneo y que podría resultar rechazable para quienes creen firmemente en su ideología o para los que su partido es lo más importante. Pero la historia nos demuestra que el principal perjuicio para la sociedad es una clase política corrupta o ávida de riquezas y de poder. No sirve de nada combatir la violencia de género si después legalizas el aborto libre y gratuito, para las menores inclusive; ni sirve tampoco de nada favorecer los intereses económicos de la principal congregación católica de tu provincia si después privatizas la cocina del hospital público en la misma época que Benedicto XVI decreta que Santa Hildegarda, religiosa del siglo XII que escribió sobre dietética inspirada por la Divinidad, es doctora de la Iglesia.