UNO
Llueve a trazos finos de lapicera.
Abajo, sobre la acera, los hongos
negros son de sexo masculino,
ejecutivos semovientes bajo tantas varillas
con media hora ultrajada para el almuerzo.
El asfalto anegado exhibe traslúcido
un mundo idéntico, emborronado
al otro lado.
Yo, presa de las rejas acuáticas del ventanal,
me pregunto dónde estaría ahora
si no estuviera aquí mismo.
DOS
Si esta mañana de sol en rodajas
en que ha arribado una impostora
fingiendo ser una vez más la primavera
me bebiese toda el agua de la bahía
dejaría quizás de tener sed
de barcos que lleven donde,
por fin,
se termine el mar.
TRES
Olvídame.
Como yo me he olvidado el paraguas
en cualquiera de los lugares anegados donde
estuve ayer, el lunes, el año pasado.
Es incapaz de digerirme
el vientre metálico de este avión.
La azafata se ha negado a servirme
otro agua caliente con tus últimas palabras.
Y, aunque te resulte difícil de creer,
no llueve en el cielo.
CUATRO
Hace siete años que no me lo dices
pero yo escucho aún tu voz vacía
dictándome que me cuide del sol,
de la sombra, de los abrazos voraces del verano,
de la crueldad acelerada de mi bicicleta
y las atardecidas intrascendentes.
Los nudillos de la lluvia llaman
a los cristales de esta habitación
tres mil doscientos diez
en la que tú nunca has estado
ni yo volveré a morar.
Abro de par en par,
aguardo quince minutos
y, tras las luengas hebras del diluvio,
te susurro una vez más,
casi disueltos, mis pensamientos empapados.
CINCO
Desde la ventanilla de un boeing
siete tres siete
es fácil percatarse al fin
de que la luna es falsa.
Las demás confidencias
de esta noche extinguida
prometo deletreártelas
despaciosamente
si alguna vez retorno.