Un rostro agradable

Dice el Sabio que se conoce al hombre cuerdo por el aspecto de su cara. Por esta causa, cada uno debe disponer su rostro de modo que pueda a un tiempo ser amable y edificar al prójimo por su exterior.

Para hacerse agradable, no debe haber en el rostro nada que sea severo o repugnante, no debe aparecer tampoco nada huraño ni salvaje; no debe verse en él nada que sea ligero o parezca escolar; todo debe tener en él un aspecto grave y sensato. Tampoco es decoroso tener un rostro melancólico y malhumorado; es preciso que en él nada insinúe la pasión o cualquier otra afección desordenada.

El rostro debe ser alegre, sin disolución ni disipación; debe ser sereno, sin ser demasiado libre; simpático, sin dar muestras de familiaridad demasiado grande. Debe ser dulce, sin blandura y sin mostrar algo que parezca ligereza; pero ha de dar a todos muestra de respeto o, al menos, de afecto y de benevolencia.

Con todo, es conveniente componer el rostro según los diferentes casos y ocasiones que se presentan, debiendo compadecer al prójimo y mostrar por lo que aparezca en la cara que se comparte sus penas. No debe tenerse un rostro risueño y alegre cuando se trae alguna noticia triste o algo penoso le haya sucedido a alguien, y tampoco se tendrá un rostro triste al ir a comunicar algo agradable o que traerá alegría.