Paseo por Roma


Ningún sueño es gratuito. Tú lo sabes.

Y en Roma hay una luz dorada

que disfraza a los gatos del Foro de Trajano

con las rayas del tigre. Pagamos

el laberinto de las catacumbas

con sestercios de olvido. Y si acaso algún sueño

nos desvela el futuro inmediato

-pongamos, por ejemplo, una muerte con fecha-

la pasión de vivir en triclinios

se deslíe, de modo que, si tal ocurriese,

seríamos fantasmas condenados al hecho

de morirnos en vida.

Cautivos somos, pues,

-aunque ahora transitemos por la Via Condotti

buscando el Café Greco-

de la dulce ignorancia del no saber

mañana, de la querencia sorda

de que, en cierto sentido, detrás de cada paso

y de cada visión en mármol travertino

siempre hay una sorpresa, aunque la gris rutina

de la que estamos hechos le dé continuas manos

de barnices de lluvia.


Por eso la memoria

nos despeña los sueños desde cada Tarpeya

que el despertar convoca.

Pero, con esos sueños rotos

de los cuerpos dormidos, se despeñan también

los sueños del deseo. -Nerón

tiene en la mano una caja de fósforos y ríe a

carcajadas-.


Hace calor en Roma. Las columnas

corintias que el Tíber multiplica como un pespunte líquido

cauterizan los ojos que ahora buscan la sombra,

la fontana de Trevi o un condumio

de pasta y capuccino.


Y, al irnos a dormir,

por ver si la memoria rectifica

lo escrito en los limpios renglones

que han hollado los pasos, entre esa singular

historia

amamantada en el sur de la infancia

por latines

y lábaros

y lobas

-con Sant’Ángelo al fondo-

hemos dejado abierta la sed de las ventanas.