Las ciudades que amé-Postveneciano

Nos recibe Venecia

con un cristal añil de niebla de murano

y un toque de sirena que semeja un suspiro.

Es por darse importancia -le comento a mi cónyuge-

que sonríe, sin entender que existen todavía

ciudades por el mundo que fingen sentimientos,

todo con tal de llamar la atención

y dejarse querer.


La Plaza de San Marcos

nos recoge solícita, mientras emana

mil y una querencias que son noches

y finge ahogamientos

para que esta horda de turistas de serie

le vayamos haciendo el boca a boca,

Y es que es así Venecia: ninfómana y muy suya

dentro de su disfraz de porcelana y sedas.


Voy buscando la calle donde vivió Ezra Pound,

pero nadie ha oído hablar de un estadounidense

que viniera a aquellas tierras -¿o debo decir aguas?-

prendado de un nosequé romántico

mitad desnudo de Giorgione, humedad vomitiva

y atmósfera de Turner. Así que, al final,

desisto del empeño y sigo a ese grupo gregario

al que dirige un guía de troquel

con ademanes de comisionista.

Y, así, mientras un maestro cristalero

sopla el vidrio rusiente y lo moldea

a la exacta medida de los sueños,

otros maestros, hijos de mercaderes venecianos,

nos soplan a su vez la visa de oro

en un juego malabar de amor, de charlatanería

y de prostituciones.


Toda ciudad tiene una fuente sin historia

con magia de ida y vuelta. Yo bebo, como todos.

Y mientras unos salen para ver una ópera

de estreno en La Fenice, y mi cónyuge -rota-

se acuesta derrotada, yo me sigo perdiendo,

sin el hilo de Ariadna, por calles repetidas

y canales copiados, buscando a un Ezra Pound

que jamás existió.


Desde una pensión sórdida,

Venecia -oro y barro- me convoca, de rojo, a su lujuria.