Opinión

Aprendiendo de la inmigración

Esta anécdota la vivimos hace poco, cuando una abuela apareció con su nieto en una zapatería. Contó, que había prometido regalarle calzado para el verano al pequeño de siete años. Les enseñaron algunas zapatillas de acuerdo a lo solicitado por la abuela, pero el niño pilló un aparatoso berrinche porque sólo aceptaba unas costosísimas deportivas de una reconocida marca. Se tiró por el suelo y estuvo dando el espectáculo durante quince minutos.

Entre tanto, apareció una mujer de aspecto latinoamericano con sus cuatro hijos entre 5 y 10 años. Se sentaron formalitos en el sofá, se probaron las bambas económicas que había elegido su madre, de talla un poco mayor a la que necesitaban en aquel momento y se fueron en el intervalo de lloro desconsolado del crío mimado. Por cierto, la factura de los cuatro pares era muy inferior al astronómico precio de las de la marca que repetía el consentido chiquillo, avergonzando a su propia abuela.

Nadie sabe qué será de estos niños, pero probablemente tengan más opciones de ser felices en el futuro los educados y austeros foráneos que el caprichoso y malcriado oriundo. Aquellos sabían bien lo que los clásicos exhortaban y que parece hemos olvidado: “No malgastar equivale a tener una renta”.