Opinión

Tudela es otra cosa

Corría el año 1989. Un julio caluroso, de chicharrina, en un bus de Conda destartalado con chófer y cobrador de película de Berlanga. Sobaquera y espalda mojadas con cartera de cuero roído y recovecos que escondían billetes de cien de Falla y duros con la efigie del Rey y de Franco.

La entrada a Tudela por el puente del Ebro, tras la curva, me recordó a la primera inmersión en las fiestas de Funes. Gente regando mientras tiraban el cohete. Cantidad de mulas mecánicas y hombres en moto con barquilla de conservera, en dirección a lo que después descubrí que llamaban La Mejana. Antes que la juerga, la cosecha. El verde de la verdura, sobre el blanco y rojo.

Al poco del chupinazo, acudí a varios homenajes. Un elemento diferencial. Homenaje a la jota, a esto y a lo otro. Esta ciudad homenajea a todo Dios. Y me pregunté: ¿aquí, qué pasa, que no hay tarambanas y calaveras?, ¿dónde están los referentes de la parranda, el bullicioso de la cuadrilla, el chistoso, el entusiasta, el juergas?

Con horas en la capital ribera me hablaron de las discos y descubrí el tubo. Y los almuerzos a la sombra de la Catedral y de un casco histórico que destilaba humedad y animados orines. Y el entusiasmo de la banda, peñas, mulillas y mulilleros. Y la jarana y asientos vacíos en las corridas. Y los chalecos identitarios y farra de las peñas. Los fuegos sobre el Ebro. Y la albahaca, el amor por Santiago y fervor por Santa Ana. 

Reconozco que tardé en mimetizarme. Tudela, hoy y ayer, con o sin Covid, es otra cosa. Porque Tudela es serena, y Tudela es Revoltosa.