Opinión

Libertad de expresión, mas para todos conviene renunciar a equis placeres

“Solo vemos en torno nuestro embusteros e hipócritas, y hay que soportar todo eso; no hay bastante valor para decirle a un idiota que lo es ni para decirle que miente a un embustero; no nos atrevemos a declarar abiertamente que toda nuestra simpatía la merecen los hombres honrados y libres, que, a pesar de todo, en alguna parte han de existir”.
Antón Pávlovich Chéjov, en “Un hombre enfundado”.

Está claro, cristalino, al menos para servidor, que no marraba Ramón de Campoamor y Campoosorio cuando urdió en apenas veintitrés palabras, veintitrés, este retazo tan irónico como zumbón de una etopeya o retrato moral suyo (“yo me confieso pecador; y digo como el filósofo: ¿Hablan mal de mí? Pues, si supieran otros defectos que tengo, aún hablarían peor”) y con cuatro versos octosílabos, cuatro, una simple cuarteta, esta verdad incontrovertible: “y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira; / todo es según el color / del cristal con que se mira”.

Me han venido a la mente los inmarchitables versos de Campoamor nada más acabar de leer el artículo titulado “HUIR DE LA MUERTE IMPIDE VIVIR”, que lleva la firma de su autor, Frédéric Beigbeder, y apareció publicado el sábado pasado, 3 de octubre de 2020, en la página 146 de la revista ICON, editada por el diario EL PAÍS.

Beigbeder arranca su disertación de esta guisa: “La pandemia de 2020 habrá tenido un único mérito: demostrar a la humanidad que el miedo a la muerte impide vivir”. Es evidente que, si de verdad escribió lo que pensaba, hizo lo correcto, expresar su manera de ver el asunto de marras. Ahora bien, tengo para mí (pero puede que esté equivocado) que El escritor del final (ese es el marbete bajo el que aparecen sus colaboraciones en dicho medio), ignoro si con la intención de provocar o no al lector, ha escogido la opción (o varilla del amplio abanico) de su, si no adicción, predilección por la exageración, por la hipérbole. Así, el mentado hacedor, al que suelo leer con atención y gusto y me ha inspirado varios escritos, llega a aseverar que “el miedo a la enfermedad ha destruido todas nuestras libertades, nuestra vida social y cultural”, para, a renglón seguido, atenuar lo trenzado, matizarlo, y reconocer, como originalmente hizo el autor del Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol; y a recordarnos esta frase de “El enfermo imaginario” (1673), de Molière: “Es nuestra inquietud, nuestra impaciencia, la que lo estropea todo; y casi todos los hombres mueren por sus remedios, no por sus enfermedades”, que me ha servido, pero no para el tema que nos ocupa, pues, en mi caso, ha resultado una pieza que yo, al menos, no he logrado encajar en mi puzle mental (por incapacidad propia, seguramente).

En el párrafo siguiente, Beigbeder hace referencia a “Un hombre enfundado” (1898), de Chéjov, cuyo protagonista, Belikov, no sale de casa sin su espada defensiva y su égida, el paraguas y el abrigo. Y destaca sobre el amedrentado profesor esta frase: “La realidad le irritaba, le asustaba, le tenía en un estado de alarma perpetuo”. Jamás he estado (y ojalá nunca esté) en un territorio donde se guerree, pero esas mismas o parecidas palabras, conjeturo, las habrán dicho y escrito muchos de los que sí estuvieron.

No sé si “vivimos hoy en el mundo de Belikov”, como afirma Beigbeder, pero sí me consta cuál es mi criterio al respecto y cuál debe ser mi proceder habitual, mientras dure la pandemia, proteger al otro protegiéndome, confiando, deseando y esperando, una vez brindado mi gesto empático y solidario, que haya reciprocidad. José Ortega y Gasset concentró todo ese estilo o modus vivendi en este proverbial axioma: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Beigbeder sostiene que el miedo a vivir de Belikov “es en realidad un deseo inconsciente de muerte”. No lo veo así. Más que miedo a vivir, lo que observo en los demás e identifico también en mí mismo es miedo a dejar de vivir, porque solo tenemos una vida (salvo que creamos en la metempsicosis o transmigración de las almas), no siete, como los gatos, y, finada esta,… (cada quien es libre de pensar lo que crea más conveniente o le plaza).

Hasta que no haya una vacuna eficiente, efectiva, nos conviene renunciar provisionalmente (no de manera definitiva) a ene placeres.

Es una exageración en toda la regla escribir que “la belikovización es una deshumanización”. No faltará quien vea más bien una rehumanización.

No me extraña nada que a Beigbeder le llamaran de todo (el mismo derecho que él se concedió de libertad para decir lo que pensaba, de manera hiperbólica, por supuesto, no se lo denegó a quienes escucharon lo que dijo), como él narra en su escrito, tras participar en un programa de la tele francesa el pasado 5 de mayo de 2020.

Bienvenido ha sido leer la ironía que Biegbeder ha concentrado en once palabras, once, una estupenda formación o equipo: “Es una acusación muy grave y, además, falsa: solo bebo margaritas”.

Discrepo abiertamente de sus dos frases finales. Disiento de que la libertad sea más importante que la longevidad. Acaso baste con recordar el pensamiento del psicólogo austriaco Wilhelm Stekel, que reprodujo Jerome David Salinger en “El guardián entre el centeno” (1951), al pretender distinguir entre el comportamiento del insensato y del sensato: mientras que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, el segundo aspira a vivir humildemente por ella”. La frase que corona su artículo (“Necesitamos la muerte para vivir”) me ha hecho rememorar esta frase de la “Epístola a Meneceo”, de Epicuro: “El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos”.