Opinión

¡Qué alipori! Critica por no hacer quien se comprometió a tal y nada hizo

Los actuales dirigentes políticos patrios son un desastre morrocotudo, forman un conjunto abominable. A la realidad pura y dura de los hechos constatados, incontrovertibles, irrefutables, me remito. Quien asistiera, verbigracia, a través de la tele de su casa o la radio de su coche, a la última sesión de control al Gobierno, el pasado miércoles, en el Congreso de los Diputados, siempre que quien enjuicie al respecto no sea un fanático redomado, de tomo y lomo, de uno u otro partido político o formación ideológica, abundará con mi diagnóstico o parecer. Habrá quien arguya, tras leer lo aducido por servidor arriba, que generalizar lleva aparejada e implícita una clara y crasa injusticia. Y debo reconocer sin ambages que no le faltará razón de pensar así y opinar de esa guisa, pero hallar un representante íntegro, de la cabeza a los pies, libre, sensato, con criterio propio, estará de acuerdo conmigo el atento y desocupado lector, sea hembra o varón, de estos renglones torcidos, esa, es una tarea ardua, complicada, intrincada, parecida a la casi meramente imposible de encontrar una aguja en un pajar repleto, pero hasta los topes.

Con todo lo que ha acaecido en España durante las últimas jornadas, en el supuesto de que Ramón María Valle Peña, Valle-Inclán, aún se hallara vivo entre nosotros y no chocheara, hubiera acopiado material de sobra para, una vez hubiera sido metamorfoseado por él a su antojo, sería coser y cantar montar un esperpento diuturno, de tres, seis o diez actos, de hilarantes animalización y reificación de personajes desopilantes, meros peleles.

Han pasado siete meses largos desde que el doctor Iñaki Alberdi y parte de su excelente equipo de cirujanos me extirparon la vesícula biliar en el Hospital “Reina Sofía”, HRS, de Tudela. La intervención quirúrgica aconteció el pasado 13 de marzo, viernes. Recuerdo cómo, apenas unas horas después, vi en la tele de la habitación al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que, desde el Palacio de La Moncloa, tras el oportuno y preceptivo Consejo de Ministros, comparecía ante los mass media y la opinión pública para comunicar que este órgano colegiado había decidido, de consuno, decretar el estado de alarma, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 116 de la Constitución Española vigente. Bueno, pues, desde aquel lejano y sugerido 14 de marzo, el Ejecutivo continúa sin hacer los deberes que se autoimpuso, porque sigue nonata la herramienta jurídica que se podría esgrimir, en el caso de existir, para afrontar y gestionar con eficacia el descontrol actual de la escurridiza pandemia de la covid-19.

En nuestro país hay un sinfín de labores que se han de llevar a cabo sin falta, pero salvar vidas (o, por urdirlo de otro modo, hacer todo cuanto esté en nuestras manos para que el número de personas que fallezcan por causa del patógeno de marras, el SARS-CoV-2, sea el menor, si no ocupa el primer puesto, tendría que ocuparlo en el orden de preferencia o prelación, sin objeción posible), según mi perspectiva o punto de vista sobre el estado de las cosas y de los casos que más nos debería preocupar, tendría que ser la prioritaria.

No recuerdo con fidelidad “funesca” o “funiana” (si se acepta como válido alguno de los adjetivos propuestos que he ideado a partir de Funes el memorioso, el proverbial personaje que salió del magín de Jorge Luis Borges) los vocablos que usó el presidente Sánchez en la Cámara Baja ni los que profirió la vicepresidenta primera Calvo en la Alta, sobre dicho particular, pero sí el espíritu de los mismos; bueno, pues, el Gobierno, durante el estío, se fue de vacaciones sin merecérselas, por esta razón de peso: las buenas palabras aducidas y el compromiso adquirido que contenían devinieron agua de borrajas o cerrajas, nada (de nada).

¡Qué alipori! Critica por no hacer quien se comprometió a tal y nada hizo.

Ahora bien, una vez trenzado lo previsto, el varapalo al Ejecutivo, conviene no olvidar ni echar en saco roto otro, del mismo jaez, que cabría dirigir a la oposición, porque sus partidos (en sentido estricto, sus dirigentes) no están exentos de su parte alícuota de culpa en el hodierno y variopinto desaguisado, por supuesto.