Opinión

Nada hay puro como la nieve

Texto breve de introspección personal.

No me gusta el mar cuando me abraza, cuando formo parte de su paisaje, ya sea nadando, en una barquichuela, o aunque sea en un gran trasatlántico. Creo que en mis anteriores reencarnaciones y en la cadena de la evolución, nunca fui pez; tal vez pájaro, aunque también siento vértigo en los pisos altos y, en los aviones, me agarro a los asientos en una actitud irracional e idiota.

Seguramente antes fui gusano. Me gustan los espacios reducidos, con muchos pies en el suelo, incluso con las manos. Me siento cobijado y absorto por sensaciones sublimes de felicidad cuando estoy en una de esas pequeñas casetas en el monte en medio de una tormenta. En esos momentos entiendo mi pequeñez, y también mi grandeza íntima, similar a la de los otros humanos que bucean en su mundo interior.

Me gusta el calor, aunque sea intenso; me siento reforzado en energía. El frío helador me produce desolación, pero también impulsa mi fortaleza. El viento huracanado, expectación indolente. Con la lluvia persistente siento cierta tristeza sin visos de futuro. La nieve me inspira pureza, pero una pureza que no comprendo, porque no existe, aunque me gusta contemplarla ensimismado.

Los grandes espacios me apartan de mi mundo. Los espacios reducidos, por arcaicos y humildes que sean, me producen regusto en mi individualidad, aunque fuera el mundo se derrumbe. El fuego, una llama encendida en el suelo o en un hogar, además de calor, me provoca bienestar y sensación de íntima seguridad.

En el lujo me siento intruso, incómodo y zarrapastroso, aunque tampoco soporto a los que por su clase social o por sus puestos de relumbrón me miran por encima del hombro, algo que sufrí con frecuencia cuando era niño. Hay mucho imbécil de cuna, y, muchos, entre los que renuncian a sus orígenes. Me siento cómodo en la clase social en la que nací, con mi gente de siempre.

No sé nadar, ni volar, tampoco levitar. Prefiero pasar desapercibido cuando no tengo nada importante que decir. A veces siento el impulso, el deber de hablar y, tal vez con compulsión hiero en el tono y digo lo que pienso como un imperativo e ineludible deber. A veces me traiciono y me callo y, luego, me siento mal o me pongo excusas en las que no creo.

Me hastían los voceros de turno de tal o cual partido político, faltándonos al respeto; nos tratan como a ineptos lanzándonos consignas, frases, palabras, slogans, como si fueran marcas de detergentes, para que compremos su producto, en vez de explicarnos clara, seria y honradamente, sus ideas y proyectos. Sus puestas en escena, sus gestos, sus poses, ofenden a la inteligencia.

 Hay muchos imbéciles aupados a los púlpitos de poder y de podercitos, que se sienten ungidos y con derecho a impartir magisterio sobre los más diversos temas, aunque sean frívolos e incluso analfabetos funcionales. Su mérito: estar en “la pomada”, “el destino”, o más bien su “baboseo” con los diversos mandamases. 

Todavía me parece más grave y despreciable, la actitud de los intelectuales vendidos, domesticados, o los que con la habilidad del camaleón se adaptan a todas las circunstancias de los poderes de turno por muy divergentes que sean, para seguir parasitando en post de sus intereses. En ocasiones, además de mediocres, son miserables.

Por eso, como he dicho, no sé nadar, volar, ni levitar; intento, aunque no siempre lo he conseguido, andar por el suelo, por la tierra, descalzo para percibir sus latidos, y marchar siempre recto para jalonar mi vida de cordura y honradez, aunque, es difícil, porque nada hay puro como la nieve.