Nabarrerías

Si se hace conscientemente, el momento de morirse es sin duda el más trascendental de la vida. ¿O habría que decir de la muerte? No suele ser momento para chistes ni para bromas, pero no faltan en los pueblos gentes con casta que mantienen hasta el final su sentido del humor, y parten al valle de Josafat tan campantes, como quien va a la taberna a echar un vino.

Eso es precisamente lo que pidió un ribero en el último lecho a su hija. Ya había estado el cura echándole el Viático, con los óleos, las velas, los monaguillos y los solemnes rezos en latín. En la cocina las mujeres terminaban de preparar abundante comida para todos los parientes que durante los tres días siguientes acudirían a los largos velorios, bien entremezclados con copiosas cenas y meriendas, hasta dejar bien mermados el corral y la bodega. La costumbre era la ley. Pero el moribundo insistía: “María, tray un vasico de vino”. “¿Vino ahora?” “Nada padre, ¡a morirse que el gasto ya está hecho!” Y es que cada cosa, a su tiempo.

La solemnidad del Viático, cuyos campanillazos sobrecogían a los vecinos a su paso por las calles, imponía de tal manera que en muchas ocasiones acababa de rematar a los moribundos. Otros mantenían el temple y hasta hubo quien al descubrirle las piernas para darle los óleos se puso a cantar: “Tápame, tápame, tápame…”.

Y el famoso Lorea aún fue más rotundo al despedirse del mundo. “¿Me muero?” –dijo- “¡Joderse! Ahí tenéis seis reales en el bolsillo del pantalón”. Y dicho esto, se murió.