Opinión

Sin ALVIA: ¡Viva la tradición!

¡Para qué queremos que pare un Alvia en Tudela en el trayecto a Barcelona, oiga!, ¡que sigan las tradiciones de la tierra y sigamos rindiendo homenaje a las viejas glorias!

Aleccionado como estoy para contribuir con el cuidado del medio ambiente e inducido por la galopante crisis económica que nos azota, resulta que un buen día a mis treinta y siete años se me ocurre viajar a Barcelona por un medio de transporte público como el tren, ¡qué osado!

“-…¿me puede repetir cuánto tardaré con el Talgo por favor?, ¿me ha dicho cinco horas y media, con un poco de suerte?, ¡pues vaya, ni que fuera el tren de la época de mi abuelo!

- Lo siento señor, es lo que hay desde Tudela, a no ser que usted quiera viajar a las 3 de la mañana en el “Estrella”.
Quite, quite, en ese no, que ya viajaba en él cuando tenía diez añicos, y era lo más parecido a viajar en un mercancías, me voy en el Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol que, a “ojos cerraos”, es más majo”.

Vaya, vaya, veo acercarse el Talgo el día de autos, y una cafetera de aluminio y rojo se para ante mí.

“- ¡Eh salao, no te quedes como un pasmarote, que éste es el tuyo!”
Abro la puerta con ojo de pez, que me mira con desaire, y resulta ser la perfecta máquina del tiempo, que me transporta al maravilloso mundo de los alcanforísticos filmes de Sara Montiel.
Tras un brillante ejercicio de halterofilia, consigo “encalar” los 25 kgs de maleta en la parrilla, sobre mi cabeza, y mientras este acto traía a mi memoria la historia de La Espada de Damocles, me dispongo a ir al w.c. para recibir un crochet de derecha en la nariz, con el nauseabundo olor que emanaba de aquel encharcado habitáculo en el que reinaba una taza con “agujero”, bajo un cartel que reza: “No utilizar en las paradas”.

Vuelvo a mi asiento pisando ese negro suelo de goma industrial, fruto de alguna maquiavélica reforma del pasado, y sin querer pensar en nada más me incrusto en un asiento que haría las delicias del ínclito Torquemada en los tiempos de la Inquisición.

Cuando el trayecto llegaba a su fin, con una hora de retraso por haber dejado paso constantemente a otros trenes, mis labios dibujaban una media sonrisa de venganza al pensar que me devolverían parte del precio del billete… ¡Iluso!, en los últimos cinco kilómetros nos dieron la preferencia para llegar, de este modo, con sólo cincuenta y nueve minutos de retraso y evitar así cualquier tipo de indemnización.