Ha sucedido por tercera vez en menos de una semana. En el sacrosanto período de la siesta resuena estrepitosamente el teléfono fijo en todas las habitaciones de la casa, despertando a sus traspuestos habitantes de su soporífero letargo, tan necesario como merecido. Concretamente a mí me abducen desde mi más placentero sueño hasta el auricular donde escucho una voz de ultratumba que me pregunta si soy yo mismo, con mi nombre y dos apellidos correctos (pero mal pronunciados), y si mi teléfono es el que acaba de retumbar desbaratando toda la paz doméstica.
Contesto que sí, y sin pausa ni respiro me ofrecen un cambio de empresa de telefonía, por tercera vez y tercera alternativa, cuando apenas han transcurrido unos días desde que me decidí por la actual Telefónica en esta residencia de veraneo. Esta vez, descendido abruptamente del Nirvana, acierto a preguntar quién me llama (un tal Ariel no se qué), desde qué continente y si, entre todo lo que parece conocer de mí, sabe dónde demontres me encuentro.
Apenas balbucea una respuesta, cuando le interrumpo y le informo que aquí y ahora (mar mediterráneo y cuatro de la tarde) respetan la siesta hasta… los vendedores ambulantes y los mosquitos perseverantes. Añado que comprendo que, en Chile, deben estar en una tristona mañana de invierno, pero que aquí la siesta estival es sagrada.