La ignominiosa institución de la tortura

El relato de los tormentos infligidos a los acusados de brujería de Zugarramurdi resulta estremecedor. Leo los aplicados a Miguel de Goiburu y a su esposa Graciana, hasta convertir sus cuerpos desnudos en piltrafas. Resulta difícil aceptar que la mente y el corazón humanos puedan convertirse en una máquina de producir dolor a sus semejantes, tan terrorífica.

El taller de un torturador de la Inquisición era un arsenal de macabros artilugios: peras vaginales y anales, garruchas, potros, uñas de gatos, desgarradores de senos, aplastapulgares… Y una lista interminable de instrumentos de terror rebosantes de agua bendita. No le quedaba otra alternativa al acusado: confesar o morir. Con unas garantías procesales inexistentes, la simple delación era suficiente para conducir al tormento, cuando no a la hoguera, al presunto reo. Evidentemente eran la gente llana y los pobres los habituales inquilinos de los antros de la inquisición. La parafernalia mediática de la jerarquía eclesial y su manejo de la opinión pública, estrechamente conchabada con el poder civil, hacían el resto.

Hace tiempo que la investigación moderna desentrañó todo este disparatado montaje que levantó una sociedad envenenada por las patrañas del estamento clerical. Hoy sabemos que en realidad la brujería no era más que la huída de las gentes sencillas hacia espacios de libertad, búsqueda de fiesta y placer… Sencillamente, una evasión del mundo obscurantista y represivo que imponía Roma.


Los ricos no tenían problemas para montar sus saraos, bacanales y lujuriosas crápulas. Y la propia Iglesia, siempre tan hipócrita. El libertinaje y la licenciosa corte de los Borgia era algo más habitual que excepcional. ¿Por qué será que la iglesia de los pobres ha martirizado precisamente a sus pobres? Uno no se explica cómo la humanidad ha perdonado y no ha disuelto una institución tan perversa, genocida y sádica como la jerarquía católica.


Nada tiene que ver esta opinión con el respeto a muchos creyentes comprometidos, que han sido y son signo de liberación y lucha por la justicia. Uno afortunadamente reniega de cualquier imposición o planteamientos dogmáticos, teístas o ateos. Por eso, no deja de admirar a muchas personas, cuyo compromiso por la liberación de los desheredados les empuja hasta la donación de su vida.


Dejaré de divagar. Alguien podría entender que todas estas referencias descritas apuntan a tiempos pasados, cuando en realidad, con ligeras matizaciones, hoy día estamos reiterando los mismos parámetros.


Evidentemente siempre existió la tortura a pesar de la condena de humanistas, filósofos, fundadores y reformadores de religiones. Lo alarmante es que una religión, “la religión del amor”, la hubiera institucionalizado como método para extirpar herejes y todo lo que se homologara como tal, incluso la disidencia civil. No cabe mayor degradación del espíritu humano.


La furia de Inocencio VII, y de Savonarolas o inquisidores como Torquemada, Pierre de Lancre y Juan Valle Alvarado –ambos fanáticos inquisidores en tierras euskaldunes- organizaron una iglesia infernal.

El ser humano, sustancia de la historia, evoluciona. Supuestamente y con una visión optimista de su desarrollo en el tiempo, hacia cotas más justas y humanas. Esto nos haría constatar que hábitos tan depravados, en este caso tan criminales como la tortura, deberían estar superados. Pero no es así. Es como si la Humanidad hubiera somatizado tales prácticas perversas y careciera de la integridad, rectitud y bondad adecuadas para erradicarlas.

El pueblo explotó en convulsiones sociales como la revolución francesa, el marxismo, el propio compromiso de la ONU con el estricto cumplimiento de los derechos humanos, y tantos otros movimientos humanistas. Prontamente se extinguen estos primeros fervores reivindicativos y la codicia de los poderosos y la desorganización de los débiles apenas logran extirpar esta lacra de la tortura.

Son las mismas razones por las que no se logra garantizar, en este mundo del pensamiento único, la libre fluidez de las ideas o de las corrientes críticas. Los “poderes fácticos” las bloquean, las clausuran –Egin, Egunkaria- o las encarcelan.


Afortunadamente la jerarquía católica empieza a ser la iglesia de los templos vacíos. Por fin. Al menos en Occidente, el laicismo activo y no digamos la inconsciencia de un mundo pasota e insolidario, liberado y harto de espeluznantes tabús, la ignoran. La jerarquía católica ve periclitar su intromisión en las conciencias. Se terminaron sus hogueras, su pasión y sus fobias como martillo de herejes, ese atormentar a tantas almas buenas o ingenuas.


No podemos decir lo mismo de otras religiones, como el Islam, cuyos códigos y “Sharías” siguen manteniendo prácticas tan crueles como las inquisitoriales.

Hoy, son organismos civiles como los Estados los que, a pesar de la prohibición de sus constituciones, practican la tortura, la censura –su peculiar “index expurgatorius”-, con total impunidad. Todos sabemos que Abu Grayb, Guantánamo, Intxaurrondo, muchos cuartelillos, etc, son una muestra para nosotros bien conocida por su proximidad geográfica o mediática, pero tan sólo una exigua muestra. La tortura y la intolerancia se extiende por toda la piel del mundo. Ahí está África, todo un continente en carne viva, sin que tal hecho parezca preocupar demasiado a nuestras mentes dormidas y a tanta panza embotada de nuestro primer mundo.


Este mundo nuestro enfermo -¿dejó alguna vez de estarlo?-, vive en un estado permanente de dolores de parto. Esto siempre será así mientras el bienestar de unos pocos se consiga con el sufrimiento del resto. Con otras palabras, para la contención del grito del hambre o de los que añoran otros espacios y fórmulas de libertad, represión y torturadores.