Opinión

La experiencia del gato

A veces aprendemos de una experiencia pero lo hacemos mal. Podemos ser incluso listos pero no tan inteligentes como pensamos, pues vivimos dedicando casi exclusivamente nuestros esfuerzos y recursos al día a día y no atendemos al medio y largo plazo como debiéramos. Sabemos que sin realizar la siembra oportuna no podremos nunca esperar cosecha alguna. Por ello, si fuéramos inteligentes no nos hubiéramos olvidado que lo más importante que tenemos es preparar nuestro futuro pues, al fin y al cabo, es el lugar donde todos pasaremos el resto de nuestros días.

Por otro lado, se suele decir que la educación y la formación cultural y profesional que cada uno de nosotros adquiere representa uno de los factores que más intervienen a la hora de medir nuestro valor como capital humano que somos. A esta afirmación le matizaría muchas cosas. Por ejemplo, diría que la aptitud podrá tener un gran valor pero es la actitud, la que, cada día que pasa, tiene más importancia. Sin una actitud positiva —no confundir con optimista— es imposible innovar nada y sin innovación, sobre todo en el cambio de era en el que vivimos, el futuro que se nos presenta tiene grandes probabilidades de llegar a ser un gran fracaso colectivo para nuestra sociedad. Necesitamos alcanzar el nuevo modelo socioeconómico cuanto antes. Un modelo basado en la equidad social y en la economía circular que incorpora la productividad de los recursos, el ahorro y la eficiencia energética y el uso mayoritario de las energías renovables, al tiempo que reducimos, al máximo, el consumo de hidrocarburos fósiles

En el centro de esta estrategia, debemos colocar también el factor capital, el factor social, el factor natural —recursos y medio ambiente— y otros factores relativos a nuestra inteligencia emocional, a nuestras habilidades y talentos y a la coherencia formación-empleo. Este último factor, junto al de nuestras propias actitudes y competencias, conformarán la base fundamental para la práctica y el aprendizaje profesional necesario para desempeñar tareas de I+D que tanto podrían impulsar la producción e introducción de innovaciones sostenibles, mejorando, así, nuestros niveles de competitividad, a nivel global. Por ello, y generalmente, se suele sostener que el éxito de los países residirá, cada vez, en sus niveles competenciales y de introducción de innovaciones. Es decir, en su capacidad de anticipación al nuevo paradigma emergente.

No obstante, he de subrayar que el tema no es fácil. El problema es que, en los tiempos que corren, para introducir y generar innovaciones es necesario que previamente tengamos muy claro que nuestro sistema actual se encuentra ya agotado y que no podemos seguir haciendo más de lo mismo. Sería un despilfarro como lo fue el disparate de la economía del ladrillo por el que alguno de nuestros dirigentes apostaron. Si algún dirigente —social, empresarial y político— no lo tiene claro, lo mejor que nos podría pasar es que dimitiera y diera paso a otro con visión de futuro. Lo malo es que dudo mucho que ello ocurra. Así es que nuestras posibilidades de anticiparnos a los acontecimientos parecen ser bastante limitadas. En un último extremo, tendríamos que recurrir a la experiencia y como tampoco es algo que nos sobre, pues se trata de una experiencia muchas veces antagónica a lo que hemos hecho hasta ahora, no queda otra salida que la de aprender de la experiencia de otros países como Suecia, Finlandia e Israel que están resultando muy exitosos en materia de innovaciones.