China no es un país democrático. Los derechos humanos están muy
limitados. Sus ciudadanos no pueden leer periódicos libres, ni navegar
por internet con libertad, ni pueden votar a otro partido que no sea
el partido comunista, ni pueden tener los hijos que quieran –sólo se permite un
hijo por pareja-, ni los católicos pueden tener obispos
que no sean nombrados por el partido comunista. Recuerdo el
nombramiento por Juan Pablo II de un cardenal "in pectore" o secreto,
probablemente chino. De haberse hecho público su nombramiento,
hubiera podido acabar en la cárcel, en el mejor de los casos.
Dentro de su esquema político, los casi 30 millones de chinos que
viven en Taiwan no tienen legitimidad para estar, ni siquiera como
oyentes, en la Organización Mundial de la Salud, perteneciente a la
ONU, a pesar de que la lucha contra la gripe aviar pasa de lleno por la
antigua isla de Formosa, que visitó nuestro santo patrón, San Francisco Javier.
En el Parlamento Europeo somos muchos los diputados que hemos formado un grupo de amistad con Taiwan, -ahí estoy como vicepresidente-, y otros
colegas conforman un grupo de apoyo al Tíbet.
Algunas democracias occidentales han querido dar más importancia al
potencial mercado chino antes que a la defensa de los valores de
nuestra civilización. Han preferido el huevo al fuero. La UE,
siguiendo el ejemplo de la mayor parte de sus estados miembros, España
entre ellos, no tiene relaciones diplomáticas con Taiwan, y su postura
respecto al Tíbet sigue los dictados de Pekín, para no perjudicar sus
relaciones.
No es un país democrático, pero India, país vecino de un nivel de
población también enorme, sí lo es. Luego no cabe decir que la
democracia no pudiera funcionar en China. Nepal acaba de celebrar
también sus elecciones democráticas. Incluso ya ha llegado la
democracia al reino de Bhutan, hasta ahora regido por un monarca
absoluto. Bhutan, el reino del Himalaya, no cayó en manos de China,
como pasó con Tibet, gracias a la protección de India, y ha comenzado
pacíficamente su vida.
La última decisión que tomó el presidente español del COI Juan Antonio
Samaranch, antes de dejar el cargo, fue la elección de China como sede
de los juegos olímpicos de este año. Muchos pensaron que de esta forma
China se abriría a la democracia. Pero sus pronósticos no acertaron.
La situación es justo la contraria. China ve que su régimen es más
homologable que antes, y que incluso tiene el apoyo internacional para
la celebración de sus Juegos.
Pero las cosas están cambiando, a mejor. Angela Merkel comenzó
recibiendo al Dalai Lama, líder espiritual de Tíbet, y provocando una
gran crisis en las relaciones de la República Federal con China. Cada
día estamos leyendo que nuevos líderes que no estarán en la apertura de
los Juegos. Nicolas Sarkozy no irá, Angela Merkel tampoco, y
seguramente George Bush tampoco lo hará.
Las autoridades de COI están considerando la posibilidad de suspender
el recorrido de la antorcha olímpica, tras haber sido apagada la llama
a su paso por París, y levantar protestas masivas a lo largo de todo su
recorrido. Las embajadas chinas se llenan de manifestantes en favor
del Tíbet.
Acabo por pensar que esta presión internacional está rompiendo el
tácito respeto que los mercaderes metidos a estadistas venían
desplegando en sus relaciones con China. Podría ser que al final los
Juegos Olímpicos jugaran un buen papel en favor de la mejora de los
derechos humanos en China, y del respeto debido al pueblo tibetano y a
Taiwan. Pero no será por la decisión de celebrar allí los Juegos, sino
precisamente por la reacción que esa decisión está generando en personas buenas a lo largo de todo el mundo.
Javier Pomés
Eurodiputado de UPN