Opinión

El sueño

Como Martin Luther King, he tenido un sueño. Por desgracia, me temo que mi sueño es menos profético, menos estimulante o ilusionante que el suyo. Me dormí y soñé que vivíamos en el reino independiente de Euskonia, en el flanco occidental de los Pirineos. Reinaba a la sazón Enrike Séptimo de Navarra, un viejo Borbón venido a menos que reclamó la corona, por derecho de sucesión, de sus ancestros. Pero el panorama onírico no es halagüeño. El flanco sur del reino, sobre el Ebro, está vigilado y patrullado por una Ertzaintza de uniformes camuflados, que impide que la atraviesen inmigrantes ilegales, espaldas mojadas, sobre todo almerienses y andaluces que huyen del desierto, y algunos murcianos. Un mal sueño.

Dada la tradición y abolengo de las creencias católicas de mis paisanos, la Iglesia en Euskonia gobierna los púlpitos, las universidades y hasta los telediarios. Como en una República islámica, el ciudadano de a pie se despierta cada mañana con la ración diaria de prédica y sermón en las noticias. La Iglesia, en terreno tan propicio, da la vuelta a la Amortización nunca realizada y registra a su nombre cementerios municipales, ermitas, catedrales, tierras de paso y todo tipo de propiedades y edificios públicos. El reino es nuestro, proclama. El riñón forrado. Además propone la restauración de leyes que penaban los delitos contra el sexto, y empieza a sonar la idea de recomponer e instaurar los tribunales de Inquisición, aunque sea provisionalmente y sólo por motivos sanitarios, para prevenir el sida, contra homosexuales y adúlteros.

En el norte de la nación el separatismo causa estragos y las provincias de ultrapuertos cobijan un movimiento secesionista, muy agresivo, aunque minoritario, que rompe la paz del reino. Reclaman la división territorial para volver a Europa (cuando Europa somos nosotros), en su delirio revolucionario. La Ertzaintza de uniformes color oliva se emplea a fondo con estos ilegales desarrapados.

También, en el oriente del nuevo reino, un nacionalismo de espárrago y porrón, insolidario, reclama la vieja soberanía de la petite Navarra, y una banda de delincuentes y peligrosos marginales se dedicaba a convertir en souvenirs para turistas cualquier signo de identidad. Camisetas de pulgas y toros. Pañuelicos de fiestas. “El reino nos pertenece”, sostienen unos. “Con la independencia comeréis camisetas”, les reprochan los otros territorios. En todo caso no pasan de ser un minúsculo grupo de iluminados.

En la parte occidental del país otro nacionalismo peleón, de pincho y trago en Siete Calles, reclama la independencia de Bizkaia. Sólo Gipuzkoa y Araba permanecen como sólidos bastiones de la cordura y la unidad del reino.

Sin embargo, en el otro lado, el territorio histórico de Baiona ha resuelto el problema de encaje económico en la globalización. La Diputación foral de Lapurdi, con una legislación tributaria a medias entre Montecarlo, Suiza y la Isla de Mann, ha creado un paraíso fiscal para capitales erráticos que ha encandilado a los inversores más avispados de todo el orbe. El aeropuerto de Biarritz organiza vuelos directos, en horario full time, a destinos tan variopintos como Sicilia, Chicago, Moscú, Tokio o el mismísimo Vaticano. Entre el casino y el ladrillo inmobiliario, la economía de Euskonia vive momentos de orgasmo. Eso sí, el puerto marítimo está inutilizado, impracticable por culpa del exceso de cadáveres en el fondo, calzados con zapatos de cemento.