Opinión

El síndrome de Diógenes

Da su nombre a esta patología del siglo XXI el filósofo griego Diógenes, nacido en Sínope en el 413 a C., más conocido como Diógenes el Cínico. Llevó al extremo los principios doctrinales del cinismo: era un vagabundo sin casa ni beneficio, que se cobijaba dentro de un tonel y a plena luz del día proclamaba que buscaba a un hombre mientras paseaba con un candil entre la multitud.

Cuando aparece en los medios de comunicación un caso de esta enfermedad nos sobresaltamos llenos de incredulidad preguntándonos cómo puede pasar esto en sociedades desarrolladas. Cómo es posible que haya personas que convivan en sus domicilios con la basura y los desechos de sus semejantes. Es cierto que es una enfermedad y como tal hay que tratarla. Aunque Diógenes el Cínico, de cuyo nombre proviene, practicaba el cinismo como forma de vida, cuestión que nos adentraría en la consideración de si esta práctica era también una enfermedad más que una doctrina filosófica, pero que ahora no viene al caso. Hemos de recordar que el cinismo se caracteriza por la desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables. Enfermedad o no, es una práctica muy habitual entre los políticos que gobiernan actualmente España y que de alguna manera nos obliga al resto de los ciudadanos a luchar por su erradicación.

El síndrome de Diógenes ha impregnado la acción política de tantas personas que resulta preocupante. La mentira con desvergüenza (portavoces y habilitados del gobierno), la práctica de acciones que conllevan el odio y el enfrentamiento entre los ciudadanos (Memoria histórica, negociación con terroristas, ley de educación, archivo de Salamanca, estatutos de autonomía, plan hidrológico,…), y su defensa, a pesar de ir en contra de toda lógica y razón, ponen de manifiesto la situación enfermiza de quienes las proponen y defienden.

La fuerza de la costumbre hace que el resto de ciudadanos vean como natural que un político practique estos comportamientos y no aprecian la enfermedad que padece. Al final nos contagiamos del mismo cinismo y permanecemos impasibles sin demandar la actuación de los especialistas en estas curas. Pero, más pronto que tarde, si seguimos consintiendo tanto cinismo, acabaremos paseando por las calles de nuestros pueblos y ciudades, envueltos en nuestros propios andrajos, buscando un hombre. Y, por desgracia, éste nunca aparecerá porque la sociedad habrá llegado a tal nivel de desintegración que el más cínico será su presidente.