Opinión

El secuestro de Montesquieu

Y es que por mucho que se empeñe ese viejo histrión de la política, tan fulero como cínico, nunca podrá enterrar la vida y enseñanzas del ilustre pensador de la ilustración. Mientras las democracias actuales, caso de que lo sean, hagan aguas por doquier, su mensaje será un referente inevitable.

Montesquieu, ni ha muerto, ni morirá. Los políticos lo tienen secuestrado. Eso es todo. Ni siquiera, los Hitler, Franco, Musolini… mueren. Siempre hay y habrá algún iluminado, que pone a punto sus crímenes y perversiones.

Realmente, el acierto de Charles Louis de Secondet, Barón de Montesquieu, fue formular y desarrollar las ideas de John Locke, en lo que se ha llamado la separación de poderes. En la mente de Montesquieu, el logro de la paz social, es el objetivo fundamental de una sociedad justa y equilibrada, digamos plenamente democrática. Alcanzar este objetivo, supone escuchar y respetar la voz y la decisión libres, de cada ciudadano, tanto en lo referente a sus representantes electos como a las propuestas políticas emanadas de la propia voluntad ciudadana.

Se supone que en una auténtica democracia ninguna institución monárquica, gubernamental, civil o religiosa, y por supuesto ni las fuerzas armadas, podrían actuar por encima de la voluntad de la mayoría ciudadana.

Cuando el ejecutivo –explica Montesquieu- y el legislativo –sería un tema de enjundia lo de las mayorías absolutas- se hallan reunidos en una misma persona, entonces no hay libertad. Cuando el legislativo está unido al judicial, sería uno mismo el legislador y el juez. El ejecutivo unido al judicial, sería tiránico, gozaría el juez –matiza Montesquieu- de la misma fuerza que el agresor. El poder judicial no debe confiarse a un senado permanente. No debe estar sujeto a ninguna clase determinada.

Algo de capital importancia habría engrosado las teorías del filósofo, si hubiera conocido el tremendo dominio – con frecuencia el más decisivo- y la intromisión de los medios, en todas las instancias de poder. Tres siglos después de la muerte de este gran pensador político francés, la democracia es pues la gran lección pendiente de la humanidad. Y no es que no se hayan formulado constituciones, más o menos próximas a las esencias democráticas. De nada sirve una carta magna más o menos correcta, si sus gestores, carecen de espíritu democrático, se someten al dictado de las oligarquías avasalladoras de los pueblos y se corrompen olvidando sus sagrados compromisos.

He aquí una de las consecuencias más graves de la inexistencia de la separación de poderes. Cuando los jueces dependen de un legislativo, perfectamente mangoneado por el ejecutivo, es cuando la corrupción política campa a sus anchas. La democracia se reduce a unas elecciones más o menos amañadas o manipuladas y el estado de derecho se queda en pura pantomima.

Esto es el pan de cada día en las viejas y en las nuevas democracias, en algunas escandalosamente. ¿Qué podemos decir de la española, armada con las mismas mimbres de un sistema fascista y dictatorial como fue el franquismo? Y sobre todo organizada por políticos y pensadores cuya práctica democrática siempre fue tan dudosa.