Opinión

El fin de ETA

Hay quien considera el “alto el fuego permanente” declarado por ETA la pasada semana el principio del fin de la III Guerra Carlista, y hay quien cree que este conflicto que toca a su fin es sólo el fruto de unos malhechores, descarriados desde el asesinato de Carrero Blanco, acto vil y reprobable, pero aplaudido por todos los progres del momento que vieron debilitado así el Régimen franquista

En cualquiera de los casos, ver las cosas simplemente desde uno de sus ángulos, sea el más abertzale o el más integrista español, es demasiado simplificar un problema de fondo que esta tierra arrastra desde los tiempos de Felipe II que en los últimos casi 50 años ha tomado unos derroteros violentos absolutamente deplorables.

El terrorismo de ETA aleja todo razonamiento y argumentación política y de derecho y entraña demasiada visceralidad, desde la comprensible ira de los familiares de las víctimas, hasta la de quienes, sobretodo desde Madrid, son incapaces de comprender el ansia de autonomía de un pueblo que ha gestionado su devenir desde la noche de los tiempos, por mucho que los Godos en sus legados generacionales aseguraran “domuit vascones”.

Mientras Europa se debe construir mirando más a los pueblos que la componen que a esos Estados grannacionales alejados de los Derechos más fundamentales de los ciudadanos, el cese de una lucha armada como la de ETA era no sólo una necesidad y obligación moral, sino la más elemental de las exigencias de la razón: Su injusticia ha justificado otras irracionalidades.