Opinión

Abstención como derecho social

Finalizada y olvidada la resaca postelectoral, ahora nos queda reflexionar no sobre los resultados, que nada nos han traído de nuevo, sino sobre esa abstención que propugnaba la izquierda abertzale desde su, y una vez más, ninguneado e ignorado programa electoral. Fue lo más parecido a una sugerencia lanzada al aire, la de abstenerse a votar en pro de la independencia del pueblo vasco, pero tal acto podría llegar a convertirse en el más utópico de los casos, en una opción de vida para todos y cada uno de los miembros de una sociedad que dice llamarse democrática.

Abstenerse de pasar un domingo entero bombardeado de información repetitiva, tediosa y sin sentido cuando todos sabíamos de antemano quién ganaría, y bastaba con que nos refrescaran la memoria tras la cena haciéndonos ver que todo sigue igual y va a seguir igual en los próximos cuatros años de legislación. Abstenerse ante las desigualdades económicas y sociales, aquellas que nos vienen dadas y que nos niegan segundas oportunidades. No es la búsqueda de una sociedad basada en los principios marxistas ni en la negación de los meritos propios con los que sobrevivir en la jungla social, pero resulta sorprendente que se den tamañas diferencias entre los de arriba y los que no pueden ni tan siquiera levantarse un palmo del suelo.

Abstenerse debería ser un derecho de toda mujer que sufre acoso o malos tratos, plantarse frente a su agresor, frente a la incompetencia del sistema jurídico, ante la escasez de recursos materiales y psicológicos efectivos que les permita continuar con una vida digna y no convivir con un miedo irracional que, en ocasiones, acabará por convertirse en la trágica noticia del día.

Plantarse ante el innegable hecho de que todos nacemos con un código de barras entre ceja y ceja, de que somos objeto de estudio a lo largo de toda nuestra vida por parte de los especialistas en marketing de turno y el objetivo de sus campañas publicitarias y demás mentiras comerciales. Todo consumidor desea como tal claridad y sencillez en los procesos comerciales a los que está inevitablemente atado a diario, pero sobretodo que no se le engañe, circunstancia ésta harto difícil.

Abstenerse a tener que ajustar la calidad de los alimentos que adquirimos a nuestra capacidad económica, viéndonos obligados a satisfacer una necesidades reales con productos de dudoso valor nutritivo y sobradamente manipulados. Las desigualdades económicas cierran puertas a mucha gente no solo a la hora de obtener productos de calidad, sino también en temas de índole sanitario y educativo.

Decir no a los contratos basura, a esa peculiar forma de dirigir las empresas por la que muchos trabajadores necesitados de un salario a fin de mes tragan con lo que les echen. No a la dificultad de encontrar un empleo en el que los empresarios miren a sus trabajadores como lo que son y no como lo que ellos quisieran que fueran, máquinas sin necesidades ajenas a las de la empresa.

Plantarse ante la educación académica que les espera a nuestros hijos, deficiente, escasa y muy por debajo en calidad y efectividad con respecto a la ofrecida en otros países europeos. Los resultados son visibles y no solo desde la lectura de las estadísticas, sino desde la observación misma de lo que es hoy la juventud, en un alto porcentaje asombrosamente permeable y receptiva a estímulos consumistas de última generación y a toda esa información televisiva sin sentido que no solo les afecta a ellos sino a la sociedad en general y que está distorsionando la percepción natural de la realidad de jóvenes y adultos. La vida, aunque a veces lo deseamos, no es tal y como nos la presentan en televisión, los problemas no se solucionan tan alegremente y no siempre hay un final feliz en el que vencen los buenos sobre los malos. Mientras seguimos idiotizados frente a la pantalla, imaginando mundos diferentes y vidas paralelas, totalmente insensibles ante las desgracias ajenas, guerras y demás asuntos que ya, a pesar de su realismo y crudeza, nada nos impactan, a nuestro alrededor todo sigue igual y desde nuestra ignorancia social rechazamos a los que, de alguna manera, parece que quieren plantarse, abstenerse ante las desigualdades sociales y la incompetencia política, los castigamos colgándoles del cuello el cartel de ilusos, radicales y soñadores.

Dicen los entendidos que las desigualdades sociales son necesarias para mantener el equilibrio, para que la sociedad en su conjunto no se desboque y continúe su evolución histórica. Que tanto lo bueno como lo malo, los afortunados como los miserables son piezas de un puzzle que encajan a la perfección. No sabemos si por fortuna o no, lo cierto es que esta sociedad no parece poseer la capacidad de perspectiva suficiente como para darse cuenta de que, desde fuera, ese puzzle no es ni mucho menos una obra de Leonardo da Vinci, ni un paisaje idílico ni un dibujo infantil e inofensivo.

Sería más bien un cuadro abstracto, surrealista tal vez, o quizás nada de esto, sino una amalgama de todo ello y de nada a la vez en las que encajan las piezas, pero a fuerza de que algunas se encuentren holgadamente situadas mientras otras notan la presión por sus cuatro costados y están literalmente a punto de saltar.