Opinión

Otra casualidad... para un relato

Winston Churchill, que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1953 (no faltará quien, considerando la larga lista que se puede hacer con los grandes escritores a quienes no se lo dieron, habiendo hecho acopio de bastantes más méritos que los que concitó el que fuera primer ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, sostenga con razones de peso que se lo regalaron; yo mismo, verbigracia, constatando que no lo recibieron mis queridos Borges, Cortázar, Rulfo y Unamuno, estaría dispuesto a secundar dicha moción), como era un optimista empedernido, arrimó claramente el ascua a su sardina y trenzó en letras de molde lo que sigue, que “un optimista ve una oportunidad en toda calamidad; un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”. Antes, otro Nobel de Literatura británico, este de 1907, Rudyard Kipling, en un poema precioso,“If” (“Si”), vino a decirnos que tanto el éxito como el fracaso son unos meros impostores.

Hago míos los pensamientos de los dos autores mentados con el propósito de sacarles los máximos jugo y provecho a una anécdota de la que fui involuntario protagonista la mañana del sábado pasado en el Centro Cívico “Lourdes”, de Tudela, donde suelo llevar a cabo la primera y provisional versión de mis urdiduras (o “urdiblandas”). A las 13 horas, como manda el horario establecido, cierran el citado centro. Bueno, pues, sin ánimo o intención de endilgarle a nadie la responsabilidad del inoportuno contratiempo sufrido, del muerto (gracias a Dios o al hado, sin cadáver), confesaré, echando mano de cierta figura o recurso literario, en concreto, la hipérbole, una verdad como una seo (que no como un aseo) o catedral de grande: servidor, el abajo firmante, se vio y sintió durante una veintena y pico de minutos como aprendiz de ave canora (canario, jilguero o ruiseñor) enjaulado, y si puedo ser un poco más exagerado, que sí, que puedo, mutatis mutandis, como José Luis López Vázquez en “La cabina”.

Procedí a ir clausurando las páginas de mi ordenador (el que estaba usando) cuando faltaban tres minutos para el cierre, las 13 horas (al parecer, el susodicho y doble guarismo que, de manera extraordinaria, había sido propicio —fue la terminación del Gordo de Navidad el pasado año, jamás agraciada hasta entonces—, había vuelto a las aguas por las que suele discurrir, a su catalogación ordinaria “de mal agüero”). La trabajadora responsable del día, Laura, que por la tarde me pidió perdón (y, evidentemente, se lo concedí ipso facto), según me comentó, había gritado que se cerraba el garito, pero yo no oí dicho alarido y ella siguió el protocolo, los pasos acostumbrados, dejándome a mí encerrado, sin mediar advertencia de lo que inopinadamente me aguardaba cuando fui a abrir la puerta para salir, una soberana cencerrada, la desapacible y ensordecedora audición de la sirena de la alarma, que me obligó, si no deseaba volverme tarumba, a subir al piso superior.

Tras las oportunas gestiones, Laura volvió al citado centro, abrió la puerta, programó la alarma de nuevo y el aprendiz de ave canora pudo volver a echar el vuelo y a cantar lo que usted, desocupado lector (sea ella o él), si ha llegado en su lectura hasta aquí, en líneas generales, conoce.

Olvidábaseme decir que, desde el mirador del primer piso pude observar cómo una patulea de niños se reía de mí (bueno, más bien, de cuanto me había acaecido; y es que, ciertamente, la casualidad, esa combinación de circunstancias que no había previsto ni podía subsanar por mis propios medios, hacía/n que la situación fuera cómica, desopilante, hilarante); tres cuartas partes de lo mismo hicieron “el Chato” y “ la Nena ”, mis hermanos Miguel Ángel y María Pilar, con los que mientras duró el breve encierro (que, ¡menos mal!, no fue de reses bravas) hablé por teléfono, y, asimismo, servidor. Velis nolis, queriendo o sin querer, si no todos, el grueso de los testigos (presenciales y/o ausentes) hicimos caso a Charles Chaplin y a Victor Hugo, quienes dijeron más de una vez lo que luego, respectivamente, escribieron, que “un día sin reír es un día perdido” y “la risa es el sol que ahuyenta el invierno del rostro humano”; y este menda, de modo exclusivo, a Habib Bourguiba, que concluyó esto: “Afortunado el hombre que se ríe de sí mismo, ya que nunca le faltará motivo de diversión”.

Ángel Sáez García

Filólogo Hispánico