Opinión

La locura de las lenguas

Este verano tuve la suerte de escaparme unos días por los hermosos paisajes de Asturias. Parece que allí se creó el color verde, que allí, parafraseando el adagio clásico, se le puso en cautividad para que reinara. Allí la verdura amanece cada día con un nuevo vigor; allí declina a veces su cabeza pensativa o saluda orgullosa al caminante; a veces silba encapotada o calla mística bajo el sol.

Cuando uno viaja a Asturias no deben hacerse planes de antemano: hoy iremos a Navelgas, a Taramundi o a Cudillero. La toponimia es cantarina y sólo leerla mientras conducimos es un placer: Pola de Allande, Tuña, Soto de la Barca… Si se nubla, pasearemos por los bosques. Si sale el sol, veremos el mar y el bosque desde la playa. La norteña Asturias cobija en su verde y profuso seno, amparada por el melódico Cantábrico, los rincones de una sabia creación ancestral, cuajada de hórreos sólidos como rocas, acariciada de vegetación en cada recoveco.

En Luarca, noble ciudad que honra a sus difuntos con una imponente vista al mar, vamos a comprar unas fabas para llevar a casa y, dejado llevar por las modas, le digo a la mujer que atiende el puesto:

 - Señora, querría unas fabes.

- Fabes no; fabas, se llaman fabas -contesta la señora.

En su respuesta hay un deje de reconvención. Parece querer decir que allí, en Luarca, nunca se ha dicho “fabes”, sino “fabas”. Hay poco entre una “e” y una “a”, pensará el lector, pero para esta señora parece importante. Casi me aventuro a decir que esta señora, simplemente, quiere hablar en castellano; castellano de Asturias, pero castellano. Por mucho que hayan declarado el bable como lengua oficial del parlamento asturiano.

El astur-leonés, el romance navarro, el aragonés… son dialectos. De algunos han quedado palabras, expresiones, la línea tonal… Pero lo que se habla o hablaba en esos hermosos paisajes es un dialecto: lenguas tan impregnadas de castellano que no se han diferenciado lo suficiente como para constituirse en una lengua distinta. El hablante asturiano culto se ha esmerado siempre por escribir en castellano. El egregio ovetense Leopoldo Alas “Clarín”, cuya Regenta es una de las tres o cuatro mejores novelas en lengua española, escribió toda su obra (varios gruesos tomos) en castellano. Para que el Sr. Alas escribiera así tuvo que haberse escrito mucho en español en Asturias. Mejores, peores o anodinos, pero una pléyade de escritores cultivaron -y siguen cultivando- el español, no el bable. En Asturias la tradición literaria es española. Y en Asturias tú pides unas fabas y ya está. Todos te entienden en español porque son españoles con más razón que tú, sólo porque desde allí comenzó la reconquista en el siglo VIII. Capitaneada por don Pelayo, y no don Pelayu.

Ahora estamos en la moda de ponernos locos con la diferencia, la diversidad y el  pluricachondeo. Nos olvidamos de que el ser humano sólo logra entenderse con sus semejantes gracias a la aceptación de un código común. En la historia de España, la lengua jamás se ha impuesto, porque su pujanza ha reflejado siempre el movimiento mayoritario de los hablantes peninsulares, que es el de unirse por la hispanidad. Sólo en Portugal no se habla español, y no es casualidad que no forme parte de España. La lengua, podríamos decir, ha colaborado en la construcción de España como nación. Esto es una obviedad, pero es que a los nuevos pedagogos de la política les van las nuevas metodologías y ahora quieren valorarnos por competencias: por la competencia de la tolerancia lingüística en las múltiples lenguas del estado.

Acostumbramos a contemplar la universalidad del español como una peculiaridad irrelevante. Nos hemos educado con una idea más o menos irónica de que España fue un Imperio que no nos trajo más que problemas. Pero fíjense en que la leyenda negra se ha cebado con España respecto a muchas cosas, pero no sobre la lengua: Hispanoamérica habla el español sin problemas, incluso con orgullo; diría que con más orgullo que en España. En realidad, la realidad del Imperio no es una ensoñación del antiguo poderío español; el Imperio sobrevive en la lengua. La hermandad de los españoles con los mexicanos, bolivianos, colombianos, argentinos, peruanos, nicaragüenses, cubanos, hondureños… no es una declaración de intenciones políticamente correcta. Hablamos la misma lengua, y cuanto más cultivado está el hablante la similitud entre los códigos es mayor. Uno lee a Borges, a García Márquez a Vargas Llosa incluso a Rómulo Gallego y apenas escucha algún acento distintivo. Lo que leemos ahí es un perfecto castellano.

La moda de potenciar una lengua multando a las tiendas, mofándose de los tribunales o mandando callar a los niños cuando hablan en español es precisamente la táctica de lo que, desde los nacionalismos periféricos se ha acusado al español: la táctica de la imposición. Pero el español, insistimos, no debe su éxito a la imposición política, mientras que las lenguas cooficiales se están imponiendo desde hace años con dinero público a espuertas. Con muy poco éxito: en el País Vasco, en Galicia o en Cataluña casi todo el mundo sigue usando el español de cada día, a pesar de los millones de euros invertidos; eso sí, crece el número de funcionarios que toman café. Y lo peor, crece la desafección hacia España y la incultura.

Empecemos por esta última. En los medios de comunicación apenas se habla de lo que los alumnos pierden con las inmersiones lingüísticas. No se puede comparar la tradición literaria en lengua española con cualquiera de las tradiciones literarias de las lenguas reivindicadas -qué no diremos de los dialectos-; pero claro, para tener conocimiento cabal de esas magnitudes se debe haber leído. Ay, leer, no pretendas que los alumnos lean como lo hacíamos nosotros, me dice algún compañero de profesión. Conocer cómo sonaba el castellano en la Baja Edad Media, en el Renacimiento, en el Barroco, en los literatos, en los ensayistas, en los prosistas de variados géneros y magníficos traductores que han acercado a tantos clásicos de todo el orbe al lector gracias al español; leer, en fin, es un penoso sufrimiento necesario, tal vez, pero del que no debemos abusar; ya saben, hoy se lleva lo de motivar a los alumnos. Ahora se prefiere que los alumnos hagan tareas en el “cromebook”.

La imposición lingüística de Feijóo en Galicia, como la de Urkullu en el País Vasco o la del bable asturiano no es o no puede acabar en otra cosa que en nacionalismo. Su vector intrínseco no es otra cosa que falsear la historia de España, ignorar su luz y su verdad, desgastar poco a poco los lazos afectivos con el país común. Es significativo que haya sido la sociedad civil la que se haya organizado para defender lo que los supuestos políticos constitucionalistas de PSOE y PP no defienden, en asociaciones como Hablamos español (y significativa anécdota es que su presidenta, Gloria Lago, sea gallega y filóloga inglesa), que defiende a los padres que quieren educar a sus hijos en español o a los lugareños que no quieren que les cambien el nombre de su pueblo.

Convencido de que nada es por casualidad y de que la vida teje una sinfín de vasos comunicantes, la locura de las lenguas no es independiente de la devaluación de la educación, la subida de la luz, los cambalaches en los órganos superiores de justicia; de los estados de alarma inconstitucionales, del silencio mediático sobre la corrupción del PSOE en Andalucía, de la invención en la pandemia de expertos que jamás existieron, la cogobernanza con la ETA o la suelta de golpistas; de que les quiten las porras a los policías o de que Zapatero, en nombre de los progres del Gobierno, apoye a Maduro en Venzuela. Síntomas todos del declive de España.