Opinión

La génesis de la desmemoria postrequeté

La desmemoria posrequeté no es patrimonio exclusivo de los carlistas que colaboraron activamente con el franquismo, como la de Jaime del Burgo Torres, que reconstruímos en nuestro libro La (des)memoria de los vencedores. También es caudal identitario esencial de los que bascularon hacia el carlismo socialista autogestionario y federalista de Carlos Hugo. Unos y otros coinciden en sus  memorias publicadas en no referirse en absoluto a la violencia en retaguardia que se abatió en 1936-1937 de forma descomunal, brutal y despiadada sobre la izquierda y el nacionalismo vasco en Navarra y en territorios próximos, con un protagonismo fundamental del carlismo, tal y como hemos demostrado fehacientemente en varias publicaciones de los últimos años. 

Desde su óptica ciega ese suceso se convierte en un no-suceso. Cuando fue absolutamente trascendental puesto que supuso el episodio, prolongado durante muchos meses, de mayor intensidad de violencia política padecida en Navarra, y en provincias adyacentes, en toda su historia contemporánea, y puesto que condicionó altísimamente todo el devenir político-ideológico, social, económico y cultural de nuestra tierra durante los cuarenta años posteriores. Y lo ha seguido haciendo tras la Transición, e incluso hoy día, a través del mantenimiento de la impunidad carlofascista y franquista amparada por el pacto de silencio y olvido de la segunda mitad de los años setenta del siglo pasado, consignado en letras de molde en la Ley de Amnistía de 1977 y su claúsula de Punto Final para los funcionarios franquistas que el Tribunal Supremo ha prolongado hacia todos los perpetradores imposibilitando la viabilidad de cualquier investigación judicial y reservándola hacia los historiadores que, de todos modos, no están por la labor.

Tomemos dos ejemplos de aquellos requetés convencidos y enervados con la República que años después serían críticos con el régimen franquista (después de contribuir a su consolidación y tras comprobar que se les marginaba en su seno, si bien relativamente en términos comparativos) y de los que disponemos de biografías publicadas. 

Tomás Martorell Rosaenz en Andanzas de un carlista del siglo XX, un libro coordinado en 2001 por su hijo Manuel, habla de sus andanzas como requeté en su pueblo riojano de Sotés durante los caóticos, a su juicio, años republicanos, sus enfrentamientos con izquierdistas y su participación en la conspiración civil-militar que conduciría al 18 de julio. El 19 de julio recorrió la Rioja Media, junto con la Guardia Civil de la zona, para nombrar ayuntamientos afines al levantamiento. Seguidamente, ese mismo día o en los inmediatos siguientes, marchó a Logroño. Tras la llegada a la capital riojana hay un lapso de dos meses para el que no hay recuerdos. La memoria de Martorell se reactiva para recordar que el 22 de septiembre de 1936 salió al frente de Palencia y Santander vía Burgos. 

Ese periodo del que no habla Martorell fue trágico en Logroño y en la Rioja. Gran parte de los dos millares de asesinados en la provincia y de los tres centenares en la capital, se agolparon en él, con algunas localidades especialmente castigadas (como Calahorra, Alfaro, Aldeanueva, Arnedo, Cervera, Haro, Nájera, Pradejón, Rincón de Soto, etc.). En la Rioja habrían sido asesinados el 112 por mil de los hombres votantes al Frente Popular, un porcentaje muy elevado (a la altura de algunas provincias andaluzas y castellanoleonesas), pero muy inferior al de Navarra, la primera provincia en este siniestro ranking. Por otra parte, los trabajos de Gil Andrés han dejado bien claro el papel asesino de las cuadrillas volantes de requetés y falangistas, la circunstancia de que la mayoría de los victimarios eran hombres «normales», jóvenes pertenecientes a aquellas dos milicias, que se prestaban a formar parte de las expediciones de limpieza. Además, todavía en febrero de 1937, después de la purga sanguinaria del semestre anterior, las cárceles riojanas albergaban todavía a 1.500 detenidos. En Rincón de Soto, pueblo con 37 asesinados, Pablo Uriel dejó constancia de las atrocidades requetés.

En la biografía de otro carlista disidente, la de Mariano Zufía publicada por Juan Carlos López en 2009, sucede una cosa parecida. Con 15 años ingresó en el Requeté y el 16 de febrero de 1936 formó parte de los piquetés militarizados de esa formación que coaccionaron la jornada electoral de aquel día. Marchó el 19 de julio al frente de Somosierra en la expedición de García Escámez, sin referirse a las resistencias afrontadas en Logroño y Alfaro. Posteriormente, por una enfermedad regresó a Leiza a finales de septiembre y entre octubre de 1936 y enero de 1937 estuvo residiendo en Pamplona junto con su familia. 

En relación con ese periodo en retaguardia, en el texto solamente se menciona que los padres de Mariano Zufía escondieron al hermano de la madre y líder ugetista, Ramón Urrizalqui, que en los primeros meses sufrió numerosos registros domiciliarios, y que sería encarcelado tras ser detenido el 6 de febrero de 1938 al intentar pasar a Francia junto con un grupo numeroso, en el que también estaba su hijo Serafín que atravesaría la frontera, conducido por mugalaris al servicio de la red de los Erviti Cilveti, que sería entonces desarticulada. Con todo, no hay ninguna referencia más a acontecimientos de la retaguardia navarra durante aquellos meses en una elipsis narrativa que recuerda a la de Martorell. No hay asesinados, ni encarcelados, ni mujeres rapadas. No obstante, algún testimonio, como el de 1978 de las hermanas Muguiro Jaúregui (hermanas de Antonino, ferroviario ugetista asesinado en septiembre después de ser detenido y llevado a la cárcel requeté de Escolapios) ha sido especialmente duro a la hora de juzgar la actitud de Lázaro Zufía, padre de Mariano, y “jefe de la Estación y jefe del Círculo Carlista de la Rochapea”. Las hermanas Muguiro también añadieron que exigieron explicaciones a Mariano, pero que este les respondió que no hizo nada y que no sabía nada. Y recordaron asimismo el tristísimo destino de la familia Herranz, con tres miembros asesinados (el padre, jefe de estación, de Izquierda Republicana, y sus dos hijos), similar al de una veintena de ferroviarios. 

Décadas más tarde, Mariano Zufía, único parlamentario foral por EKA en la primera legislatura, participaría en los debates que entre septiembre de 1979 y octubre de 1981 tuvieron lugar en el Parlamento de Navarra sobre la eliminación de la laureada del escudo y bandera de Navarra y que solo tangencialmente se refirieron a la memoria histórica de cuarenta años antes, pudiendo ser catalogados, desde la perspectiva actual, como de pobres y muy sumisos al pacto de silencio y de olvido de la Transición. Mientras HB y el PSOE trataron de ir algo más allá en sus mociones (aludiendo el primer partido también al callejero franquista y a la resignificación del monumento a los Caídos, y ampliando el segundo a los monumentos a los caídos de todos los pueblos), la moción de Zufía solamente se ciñó a la supresión de la laureada, si bien votó a favor de los otros aspectos mencionados en aquellas. Con todo, Zufía mostró varias veces su incomodidad por las expresiones vertidas en ocasiones por HB y que aludieron a las responsabilidades carlistas en lo sucedido en la retaguardia navarra, así como en Gipuzkoa y Bizkaia. 

La desmemoria publicada requeté de personas como Martorell y Zufía respecto a la represión en retaguardia tras el golpe de estado ha nutrido el relato (des)memorialístico de los actuales carlistas federalistas y autogestionarios que en los últimos meses están empeñados en que los poderes públicos avalen su visión del carlismo, incluso el de 1936, como de luchador por la democracia. Frente a ello, parafraseando a Kipling, cabe decir: “¡vuestros padres no os contaron la verdad!”.