Opinión

Pasaporte Covid: una sociedad que viaja en clases diferentes

El miércoles 14 de abril, el Consejo de Europa ha aprobado la introducción de un pasaporte de vacuna para toda la Unión, el “Certificado verde digital”, que podría servir de prueba de vacunación o inmunidad, y que los Estados miembros pueden utilizar a su criterio para dispensar a sus visitantes de tests y cuarentenas. 

El Reino Unido y varios países europeos están considerando seriamente la posibilidad de seguir el ejemplo de Israel: este país exige una prueba de que se ha recibido la vacuna contra el Covid o un test negativo como condición para acceder a diversos lugares sociales y culturales, como cines, conciertos, y restaurantes. 

A primera vista, los pases de vacunación o inmunidad pueden parecer una solución sensata para minimizar la propagación de una enfermedad infecciosa como el SARS-CoV-2. Una implementación adecuada podría garantizar que la gran mayoría de las personas que se suben a un avión o acceden a un lugar de interacción social no estén infectadas en ese momento.  

Sin embargo, la introducción de estos pasaportes en la vida cotidiana plantea profundas cuestiones éticas y legales, ya que podría crear una sociedad de dos niveles en la que aquellos que pueden documentar la prueba de inmunidad pueden viajar más fácilmente y obtener acceso privilegiado a eventos sociales, mientras que los “indocumentados” que quieran disfrutar de esa libertad de movimiento se vean obligados a padecer los inconvenientes y el coste de las pruebas recurrentes de Covid. 

Los defensores de los pasaportes de inmunidad podrían alegar que ya existen precedentes. Después de todo, para ingresar a ciertos países se suele exigir una prueba de vacunación contra enfermedades como la fiebre amarilla. También podrían justificar este tipo de discriminación argumentando que se está protegiendo a la sociedad de un virus peligroso. 

Si bien es cierto que ya se requiere una prueba de vacunación contra ciertas enfermedades para viajar a determinadas partes del mundo, es algo que afecta a una parte muy pequeña de la población, ya que no se asocia con viajes y actividades sociales cotidianas. 

En cuanto a la eficacia de un sistema de certificación universal de Covid, es importante constatar que los que necesitan especial protección contra los riesgos de SARS-CoV-2 son personas mayores y personas con complicaciones de salud significativas. Podemos reducir las hospitalizaciones y muertes asociadas con Covid-19 drásticamente ofreciendo la vacuna a las poblaciones más vulnerables, que, como tal, tienen más motivos para aceptar la vacuna voluntariamente.  Por consiguiente, la necesidad de una vacunación de la población entera, sea esta voluntaria o involuntaria, es muy cuestionable y es cuestionada por científicos de alto nivel, incluyendo Sunetra Gupta, una eminente viróloga de la Universidad de Oxford. 

Según un meta estudio reciente de John PA Ioannidis (profesor de epidemiología de la Universidad de Stanford) (https://www.who.int/bulletin/volumes/99/1/20-265892/en/ ), la tasa de letalidad por infección (IFR) de SARS-CoV-2 se estima en menos del 0,2% en "la mayoría de los lugares."

Según las cifras ofrecidas por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud del Gobierno de EE. UU, el 94% de todas las muertes por Covid reportadas en ese país están asociadas a comorbilidades. El 80% de las muertes por Covid notificadas en EE. UU. han sido en mayores de 65 años; entre los 45 y 64 años, han supuesto el 17%; y en menos de 45 años ha sido el 2,6%. 

Un sistema de certificación de inmunidad no solo es innecesario, sino que sería poco eficaz como instrumento de control de contagios. Este virus ya es endémico en gran parte del mundo; es más, los estudios de rastreo muestran que en su mayoría se propaga en entornos íntimos, como los hogares. Por cada encuentro social controlado por un pase de inmunidad es probable que haya cientos, incluso miles que no lo estén. 

En definitiva, los beneficios netos de un pase de inmunidad para la protección de la vida y la salud, ya sea en viajes internacionales o en la vida social, resultarían marginal. Es difícil afirmar que estos escasos beneficios pueden justificar los importantes riesgos éticos que supone introducir un pasaporte de inmunidad. 

En primer lugar, está la cuestión del consentimiento informado para tratamientos y experimentos médicos, un derecho firmemente arraigado en los sistemas jurídicos, médicos y sociales de gran parte del mundo occidental. Si bien un pasaporte de este tipo no obligaría directamente la vacunación, sí dificultaría la vida social y los viajes a quienes opten por no vacunarse. Esto implicaría una presión social y legal significativa sobre los ciudadanos para que se sometan a una vacuna que lleva menos de un año en funcionamiento. 

Segundo, está la cuestión de la igualdad e inclusión social. Aquellos que opten por no participar en los programas de vacunación, por el motivo que sea (por ejemplo, por motivos de salud o prudencia), bien pueden encontrarse ocupando una nueva “subclase” social: no por raza, origen nacional o estado económico, sino por estado documentado de salud o inmunidad. 

Al imponer una barrera especial para la plena participación de los no vacunados en la vida social, los certificados de inmunidad pueden generar condiciones sociales propicias para la exclusión social, el malestar público, y la inestabilidad política. Solo el tiempo dirá si los pasaportes de inmunidad se convierten en la nueva “normalidad” y, de ser así, qué grado de discriminación desencadenan.  

David Thunder es investigador ‘Ramón y Cajal’ de filosofía política. Es autor del libro, Citizenship and the Pursuit of the Worthy Life (Cambridge University Press, 2014).