Opinión

Paseo nocturno

La otra noche, cuando andaba vagabundeando como un sempiterno solitario entre las callejas de la parte vieja de mi ciudad, buscando linternas que me ofuscaran y me motivaran para seguir paseando entre aquellas casas antiguas,

con zaguanes oscuros y húmedos, sentí que era mi lugar, el lugar en el que me sentía bien, probablemente porque era similar al que había nacido y vivido en los años de mi infancia y primera adolescencia.

El olor en algunos tramos era a orines, pues la calle limitaba al otro lado de la manzana con una zona de bares de la noche, donde la gente joven tomaba sus consumiciones en la calle y, cuando las necesidades del cuerpo apremiaban, por una bocacalle, entraban en la calleja y a veces en los zaguanes a desahogar sus orines.

También, estas entradas oscuras servían para aliviar los impulsos urgentes de sexo entre parejas recién estrenadas en los efluvios de la noche. Yo caí por allí, despierto después de dos horas de insomnio dando vueltas en la cama abrumado por esas preocupaciones que la noche hace más oscuras e imposibles de resolver.

En una pequeña plaza había muchos corrillos de muchachos y muchachas, charlando, riendo. Pasé entre ellos como por un laberinto intentando enterarme de alguna de sus conversaciones. Solo risas y buen rollito sin que nadie se percatara de mi presencia. Me sentí parte del mobiliario urbano de la plaza. Nadie me miró mal ni sentí la mínima sensación de desprecio por estar en un lugar en el que era un extraño. Fui invisible. Seguramente por ser viejo.

Después del paseo, hirsuto de conversación y compañía, y después de tomarme dos cubatas como remedio para paliar mi soledad en uno de aquellos chigres, puse rumbo a mi casa. Los efluvios del alcohol y el cansancio del paseo hicieron que el sueño me invadiera con relativa rapidez.

Conocí una zona que me gustaría haber frecuentado en mi juventud.

A casi todo voy llegando tarde.