Opinión

El imán del poder

Cuando era niño asociaba, con lógica, la estatura con el poder. Los niños mayores dominaban a los más pequeños y si teníamos un hermano, primo o amigo mayor que nosotros nos sentíamos protegidos. Esa sensación de protección era mucho mayor si estábamos bajo la tutela de un adulto.

Se dice que en la niñez se gravan las sensaciones y muchas formas de comportamiento que van a regir durante toda nuestra vida. Recuerdo de entonces que aquellos niños mayores, que hacían gala de su poderío físico ante los que éramos más pequeños, con los que la lucha era desigual, producían en mí sensación de repulsa; esto no les sucedía a todos pues algunos eran mucho más prácticos e intentaban hacerse sus amigos a toda costa para, de alguna forma, ser partícipes de su poder o al menos no tenerlos en contra.

Estos comportamientos, más o menos, se irán reproduciendo en la edad adulta, donde pululan en todos los ámbitos oportunistas que se arriman al poder de turno y están dispuestos a medrar a costa de lo que sea. A muchos se les veía venir ya desde niños. Puedo corroborarlo después de mucha vida vivida. Con muchos de aquellos compartí en mi juventud inquietudes y reivindicaciones. Algunos, llegó su hora y aprovecharon el tren de medrar, de figurar, y se auparon a ámbitos de poder maquillados con sus ideales, con escusas de servir a la sociedad. Otros se retiraron a sus cuarteles de invierno. También, hubo alguno que, en aquel tiempo, los ideales los debía llevar muy ocultos, porque “ni estaba, ni se le esperaba”, pero hábil, se subió al tren en marcha y ya no volvió a trabajar en su vida; sí a figurar y a beber de la mamandurria del poder. 

Era muy niño, tenía diez años, y en el colegio de Jesuitas un chico de cuarto de los desarrollados, no sé por qué motivo le estaba pegando una paliza soberana a un compañero de clase amigo mío; me estaba produciendo pavor aquella tortura que estábamos presenciando, como yo, otros amigos, y en un gesto que pensé iba a ser secundado por los demás, pretendí liberar a mi compañero de aquella situación y me lancé por detrás a colgarme del cuello de aquel energúmeno. El resultado no pudo ser peor para mí, porque el susodicho soltó al otro para defenderse de mi ataque, momento que este aprovechó para salir corriendo junto con los que estaban presenciando la pelea. No recuerdo la paliza que me dio, aunque me lo puedo figurar, pero se me quedó grabado aquel acto de insolidaridad que me dolió mucho más que los golpes, y que sigo recordando cuando viene a cuento.

Sí que aprendí a distinguir a los oportunistas, aunque, siempre me quedé corto; son una pléyade.