Opinión

Agua y fuego

Acostumbrados como estamos a obras pseudo históricas del tipo ladrilloide, paridas por los “talentos habituales” de nuestro panorama cultural, saludamos con alborozo la entrada de ráfagas de frescura por las escasas rendijas que deja abiertas la oficialidad literaria.

Hace poco, Istebe Ruberte Cervera, escritor cabanillero, nos ha soltado con toda naturalidad un buen sopapo en forma de “thriller coral” o “road movie interruptus”, con algún toque Hitchcock.

Con un estilo directo y realista; con precisión cinematográfica; con un lenguaje correctísimo alejado de erudiciones; con una mezcla bastante conseguida de comedia y drama, cotidianeidad y sorpresa, Ruberte nos ha paseado por lugares que inmediatamente hemos reconocido; ha puesto en nuestras manos las piezas de un rompecabezas maldito y ha lanzado las líneas maestras que convergen en un desenlace impactante donde Tarantino toma prestado por diez minutos el camarote de los Marx.

No obstante la agilidad con que se sucedían los acontecimientos y la urgencia de los voy y vengo, el novelista nos ha dado también respiros en forma de reflexiones breves, por lo general bastante lúcidas, y de acertadas imágenes, algunas de ellas de sorprendente y cándida belleza por lo elemental.

Agradecemos al autor la división de la obra en capítulos cortos a modo de escenas y  que nos haya contado la historia desde el punto de vista del vendedor del “puto cuadro”. El otro punto de vista, el del comprador, hubiera sido muchísimo más sórdido.

Después de cerrar esta novela quizá podríamos replantearnos la conocida máxima del clásico Valleinclanesco Don Dorio de Gadex, aquella que reza “Yo nunca leo a mis contemporáneos”.