Opinión

La legitimidad del Régimen del 78

Con extraordinaria frecuencia, se apela al dolor de todas las víctimas del conflicto vasco y desde una postura ética aparentemente justa, se equipara de modo totalmente arbitrario a las víctimas constitucionalistas con las que cayeron por practicar el terrorismo. No ignoro que el terrorismo de Estado causó víctimas inocentes porque si algo caracterizó al GAL, fue precisamente un modo de actuar chapucero, pero no me parece que se pueda poner en el mismo plano a quienes defienden la legalidad y el orden constitucional establecido por medio de un referéndum, con quienes pretenden subvertir el sistema democrático. En esto se podría establecer un símil con un tiroteo entre un grupo de policías y una banda de atracadores, en la que hubiese bajas mortales por ambos lados; no serían equiparables por mucho que los radicales pretendan invertir el orden natural. Y es que el mundo del nacionalismo vasco radical (no me estoy refiriendo a aquellas formaciones que encauzan sus demandas y reivindicaciones por vías legales y pacíficas) se arroga de una legitimidad que no se apoya en una base sólida porque no se sustenta en una masa electoral estable ni consolidada ni firme ni mucho menos mayoritaria, sino que en provincias como Álava o Navarra responde a una minoría que carece de legitimidad para imponer sus postulados, aunque indudablemente tenga derecho a defender sus ideas y sus intereses como grupo social. Y, además, desde ese mundo radicalizado, no solo se equiparan las víctimas, sino que se infravalora el dolor causado y se sobredimensiona el propio. Verbigracia, todos nos condolemos de que no se haya esclarecido el asesinato del militante del LKI Germán Rodríguez, pero al mismo tiempo aparecen en torno a trescientos asesinatos de la banda terrorista ETA que tampoco se han resuelto. ¿Hay alguien que no perciba la diferencia entre la muerte de una persona y la de trescientas? ¿O hay que volver a explicar ahora a la izquierda radical que todas las personas tenemos derecho a la vida y que la vida de los suyos no vale más que la de los otros?

Por lo tanto, a la hora de abordar el espinoso asunto de las víctimas del terrorismo, hay que tomar en consideración el hecho irrefutable de que mientras unas murieron defendiendo la legalidad establecida en la Constitución de 1978 (aprobada el 6 de diciembre de ese mismo año por la mayoría de españoles), otros practicaban actos mafiosos y terroristas, en pos de una ideación o ilusión romántico-nacionalista, que no excluía tampoco unas fuentes de financiación criminales. No seré yo quien se rasgue las vestiduras por imaginar un Estado vasco soberano en Europa, pero en todo caso este se debería haber intentado construir desde procesos ciudadanos democráticos y pacíficos, y respetando la legalidad vigente, nunca atentando contra el derecho a la vida de las personas. Lo único que se ha conseguido de esa manera es alimentar el odio hacia todo lo vasco, aquí y en el resto del Estado. Se lamentaba el periodista Iñaki Gabilondo de que en Pamplona cada vez es menos frecuente el término vasco-navarro, que antes aparecía en los rótulos de numerosas sociedades gastronómicas, culturales y recreativas, en sedes de corporaciones profesionales, en compañías de seguros, etcétera. Y es cierto que ese fenómeno se ha producido, por culpa del terrorismo.   

En mi opinión, no deja de ser democrático que se pretenda reformar la Constitución o incluso que se aborde un proceso constituyente. Sin embargo, el nacionalismo radical actúa como si en 1977 se tuviera que haber apartado del proceso constituyente a toda la derecha, idea fascista por más que irrealizable que siguen en la actualidad los partidos comunistas, echando a la basura la encomiable labor del PCE de la Transición. ¿No se dan cuenta estos políticos radicales de que, de compartir toda la izquierda esa mentalidad, se habría desencadenado otra guerra civil o la democracia no habría llegado nunca al Estado español? Sin embargo, los discursos de la izquierda abertzale y de la izquierda transformadora actual obvian algo tan evidente como que la pluralidad política tiene por fuerza que incluir a los partidos conservadores, liberales, democristianos, etcétera. Esta, que es una de las grandes lecciones de la Historia, la izquierda radical todavía no la ha asumido.