Opinión

Los vándalos se mueven en bandadas

En lo que atañe a la violencia/virulencia callejera y/o despellejadora (bien de bienes públicos y privados, bien de personas; meto dentro de dicho grupo a los agentes, hembras y varones, de la autoridad/seguridad; por cierto, ¿si las bicicletas, motocicletas, y cristales de escaparates que queman o revientan los vándalos, que se mueven en bandadas, fueran suyos, de sus padres u otros deudos, actuarían igual, con idéntica saña?), sigo pensando tres cuartos de lo propio que conjeturé o juzgué otrora, cuando en el País Vasco, Euskadi (entiendo que los euskaldunes, ellas y ellos, incluyan a Navarra), se estilaba, porque estaba de moda, en boga, a la orden del día, lo que los cachorros de los terroristas etarras (¿gudaris?) dieron en llamar allí (y luego el hallazgo lingüístico, que hizo furor, se exportó al resto del Estado) kale borroka. Si no recuerdo mal (que puede; no soy capaz de rememorar, como sí hacía Ireneo Funes, el proverbial y memorioso personaje que salió del magín borgeano, con absoluta y completa fidelidad, los casi seis mil textos que, ya en prosa, ya en verso, he escrito y publicado en mi bitácora de Periodista Digital, el blog de Otramotro), en una décima espinela dejé constancia de lo que, a la sazón, sostenía y para mí resultaba concluyente y notorio, que, si a la citada expresión eusquérica le quito, elimino o borro “le borro”, ka(le borro)ka, lo que queda a la vista es lo que a cualquier ser humano con dos dedos de frente, o sea, a todas luces parecen las imágenes, ya en directo, ya por televisión, de los disturbios y saqueos (intentos de asalto a comisaría y jefatura de policía incluidos) que radicales antisistema han protagonizado durante la última semana en varias ciudades españolas, una kaka.

Si no por todos, por muchos mass media se insiste, machaconamente, en iterar la misma idea fija o leitmotiv, que la revuelta callejera la ha desatado un único hecho concreto, el encarcelamiento del rapero Pablo Rivadulla Duró, Pablo Hasél. Disiento de dicho criterio generalizado y reduccionista. Puede que la entrada en la cárcel de Hasél haya sido el detonante, pero la ira o la rabia (antes latente y ahora patente) juvenil obedece a un cúmulo de lo que ellos entienden que son injusticias que padecen y problemas que les conciernen, que se han enquistado y siguen sin ser resueltos por los políticos de turno. En una pancarta que encabezaba una de sus protestas del pasado domingo leí este mensaje, escrito en letras mayúsculas: “Nos habéis enseñado que ser pacíficos es inútil”.

Como soy tolerante, acepto que haya otros congéneres míos, con el gusto atrofiado, seguramente, o pésimo (según mi personal punto de vista o parecer; mentiría como un bellaco si adujera lo contrario), a los que les place y hasta encanta cómo canta el sujeto. Yo me he fijado en la forma y en el fondo de sus canciones (por llamarlas de algún modo) y en una pregunta concreta que formuló el “angelito” (¿a quién matarías antes, al rey Juan Carlos, a Amancio Ortega o a Aznar?) y lo que he sacado en claro es que no me cabe en la cabeza, no entiendo que el que está en prisión (por orden de los jueces que sentenciaron los procesos judiciales en los que el tal Hasél se vio implicado, imputado o investigado) a una persona sensata le agrade y aun encante, porque, tras indagar y conocer los entresijos de los asuntos en los que Hasél se vio involucrado o envuelto, he colegido lo que considero cabal y ecuánime, cuánto ha dado el cante.

Desconozco (me persigno o hago cruces, porque me produce alipori) quién ha sido el hacha, quiénes han sido los búhos que han tenido la capacidad de seducir y persuadir a tantos jóvenes (con sus mentes aún en formación) para convencerles (echando mano de añagazas o subterfugios, que otros llaman verdades averiadas) de que cuanto hacen (deshacen más bien, porque destrozan), los desmanes que provocan, quedan justificados por el su(pre)mo bien o fin que pretenden alcanzar, la libertad de expresión. En la plena (pero imperfecta) democracia (no hay ninguna en el mundo que sea perfecta; y ay de aquella que airee, pregone o proclame que lo es, porque eso puede ser aprovechado por cualquier carente de escrúpulos, verbigracia, un alter ego de Hitler o Mussolini, para que degenere en una dictadura, en el totalitarismo más puro y duro) española hay libertad de expresión, pero no se puede amenazar de muerte, calumniar, coaccionar ni injuriar a nadie sin incurrir en delito. En el supuesto de que eso ocurra, medie denuncia, se le dé curso, haya un juicio con garantías y un juez o tribunal competente resuelva el caso y sentencie, se ha de acatar, aunque se discrepe, dicho fallo (si este es definitivo, firme).

Malos tiempos corren para el paisanaje cuando a una peste, en el ámbito sanitario, se le adiciona o suma una plaga, en el contorno o entorno social.

No creo que la cárcel sea la solución para corregir algunos tipos de delitos (ni siquiera que merezcan ese apelativo, “delito”), sino más y mejor educación (si hay quienes, por lo que se deduce, han logrado taladrar e inculcar malas ideas y peores modos en las mentes de tantos jóvenes, eso quiere decir que es posible imbuir o inocular también las opuestas). Y, si se declaran insolventes, habrán de llevar a cabo trabajos sin remunerar en beneficio de la comunidad, la sociedad, para compensar los destrozos que ocasionaron de bienes públicos y privados.

A las madres y los padres, profesores y tutores de los jóvenes protagonistas de la reeditada kale borroka les recomiendo con especial encarecimiento que les aconsejen la lectura de “La peste” (1947), de Albert Camus, de cabo a rabo, y que piensen qué ideas destilan las palabras que contiene su inmarchitable párrafo final:

“Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir a una ciudad dichosa”.