Opinión

Reflexiones sobre el texto de la Ley de eutanasia

Antes de los últimos cinco años dedicados a la política, mi vida profesional como médico especialista ha transcurrido, durante más de tres décadas, en una Unidad de Cuidados Intensivos. Es este un lugar en el que, diariamente, se toman decisiones sobre la vida y la muerte de las personas; y en el que he comprobado la ambivalencia que todos los seres humanos vivimos ante el hecho de morir. Que sentimos incluso en esas situaciones en las que podemos llegar a ver la muerte de alguien como su liberación de una vida repleta de cargas y penosidades.

Escribo este texto pensando en la mayoría social que desea, para sí y para los demás, y después de una vida lo más digna posible, la mejor muerte posible, la más humanamente tolerable. Morir, al fin y al cabo, es dejar de existir. Y el hecho de desaparecer quizás solo pueda ser aceptado como bueno desde las religiones que prometen la vida eterna en el más allá como lo realmente deseable; o desde la idea romántica de creer que seguimos vivos mientras alguien nos recuerda.

No me dirijo, pues, a quienes desde sus ideologías (religiosas o laicas) defienden que acabar con la vida de alguien (o ayudarle a que sea él o ella misma quien lo haga) es siempre contrario a la dignidad humana o a la Medicina. Tampoco a quienes defienden que basta con que alguien solicite esa ayuda para que la sociedad se la deba conceder automáticamente, sin valorar otros factores, o como si solo fuera “un acto de amor”.

La Rochefoucauld escribió: “Al sol y a la muerte no se les puede mirar fijamente”. Por eso (pero no solo por eso), debemos realizar un debate sosegado sobre todos los aspectos implicados en el morir, evitando las prisas de algunos por aprobar la ley y los empeños de otros en impedir su aprobación. También debemos hacerlo por democracia, que es más, mucho más, que la fría suma del número de votos en un momento dado –aunque algunos grupos políticos parecen haberlo olvidado–. 

Para llevar a cabo esa deliberación es fundamental consensuar conceptos, y llamar a cada cosa por su nombre. Algunas definiciones no son moralmente neutras, y configuran nuestra percepción de la realidad; seleccionan, recalcan e incorporan sesgos. Lo subrayo porque conceptos como “buena muerte” o “muerte digna” son utilizados de formas tan contrapuestas que sus significados ­–si alguna vez fueron claros– se han vuelto desesperadamente nebulosos. Y cuando los significados de las palabras no son evidentes, es necesario consensuarlos: para que todos sepamos de qué se está hablando realmente, y podamos utilizarlos de forma unívoca. 

El primero a consensuar es el propio término de eutanasia: proviene del término griego eu thanatos, que podemos traducir por buena muerte pero en la Grecia antigua dicha denominación hacía referencia a la muerte de los jóvenes héroes en el campo de batalla, lo que nada tiene que ver con el sentido que damos hoy a esa palabra. Identificar eutanasia con “buena muerte” o “muerte digna”, conduce a pensar que es imposible “bien morir” de otras formas. Y se puede bien morir en la UCI o en cuidados paliativos.

Eutanasia es el proceso clínico en el que un médico que, cumpliendo todos los requisitos legales, administra una medicación al paciente para provocarle directamente la muerte. 

Otra práctica muy distinta (y que por tanto debe ser recogida de manera explícita e individualizada en la ley) es el suicidio asistido, proceso clínico en el que un médico, habiendo satisfecho los requisitos legales, administra una receta al paciente para que éste, llegado el caso, ingiera la medicación recetada y acabe con su propia vida. 

A pesar de las diferencias existentes entre ellos, el texto de la ley aprobado en el Congreso recoge ambos procesos bajo el ambiguo y equívoco epígrafe de “eutanasia”, enmascarando el suicidio y “dulcificando” la realidad de ambos procesos bajo el sinónimo de “ayuda para morir”.

Por otro lado, la ley nace del reconocimiento –que comparto– de la capacidad de las personas para tomar decisiones, también de cara al final de la vida. Y, dada la gravedad de las decisiones, introduce ciertas salvaguardas que considero lógicas: la petición de ayuda para morir se debe realizar al menos dos veces a lo largo del tiempo al médico responsable, quien debe analizarla y deliberarla con el paciente; y la posterior consulta con otro médico que, a su vez, tiene la obligación de examinar la solicitud. A estas salvaguardas se une la ulterior obligación de consultar a una Comisión denominada de Garantía y Control, que tendrá la última palabra sobre la aceptabilidad e idoneidad de dicha ayuda para morir. Esta última consulta no aparece en ninguna de las legislaciones que han regulado la ayuda para morir, que consideran suficientes las anteriores salvaguardas. Por cierto, tampoco existe algo parecido para decisiones que también son irreversibles y que se toman a diario en los hospitales, cuando un paciente rechaza un tratamiento o cuando en el ámbito de los Cuidados Paliativos se procede a iniciar una sedación paliativa, o cuando en las UCIs se procede a la Limitación de Tratamientos de Soporte Vital.

Las cuestiones hasta aquí mencionadas reflejan en mi opinión una misma equivocación: tratar a la ciudadanía como si de menores de edad se tratara. 

La ley dice que la formación de los profesionales sanitarios en esta área se abordará en el plazo de un año desde su entrada en vigor, y que abarcará aspectos técnicos y legales así como la comunicación difícil y el apoyo emocional. Es evidente que son cuestiones en las que la formación es necesaria. Lo que choca con que se inicie con la ley ya en vigor.

La ley dice tambien que las Comisiones de Garantía y Control deben estar formadas por un número mínimo de siete personas de distintos ámbitos profesionales, entre los que necesariamente se incluirá personal médico y juristas, y que serán creadas por los respectivos Gobiernos autonómicos antes del plazo de tres meses en que la ley entre en vigor. Nada se dice de los criterios a tener en cuenta para la elección  de sus miembros. Todo eso queda sujeto a la discrecionalidad del gobierno autonómico de turno, lo que no ofrece ninguna seguridad jurídica. 

Estas son algunas de las cuestiones –cómo trata la objeción de conciencia es otra– que, en mi opinión, deben ser mejoradas durante su tramitación en el Senado, porque la ciudadanía y los profesionales merecen una ley con la suficiente calidad y seguridad jurídica.